A pesar de los repudios, jugadas malvadas, tuits reventadores y un discurso antiinmigrantes bastante coherente, es la hora en que México parece no haber entendido la mentalidad política de Donald Trump en su relación con México: no se trata de caprichos ni de resentimientos, sino una nueva definición de los intereses ahora nacionales de los Estados Unidos.
La táctica inicial de México no fue mala: eludir la pelea de callejón, darle salidas diplomáticas y esperar definiciones estratégicas. Trump arrancó su gobierno con líneas concretas de acción que ya había delineado en su campaña. Y los primeros sorprendidos fueron los políticos estadounidenses porque suponían que Trump sería uno de ellos: decir una cosa y hacer otra.
De todos los países con relaciones directas con los Estados Unidos, México es el que podría salir más lastimado. Por eso es que preocupa el hecho de que la política exterior hacia Washington haya sido establecida bajo el principio del a posteriori y se haya centrado más en la capacidad de resistencia que en la definición de iniciativas de fondo.
El equipo de inteligencia, diplomacia, seguridad nacional y acción militar de Trump indica la prioridad de luchar contra el radicalismo islámico; nada más. Trump es un empresario en la Casa Blanca, sin haber pasado por ningún cargo público, por lo que carece de esos compromisos políticos de los escalafones del poder imperial. Barack Obama apenas fue senador junior y ajeno a las redes de poder en el Capitolio, pero sus ambiciones de popularidad lo llevaron a actuar como político de compromisos.
Si Trump en realidad no quiere una relación diplomática y de aliados con México y su preocupación se reduce a los migrantes que cruzan de manera ilegal por una frontera porosa y en teoría útil para terroristas, entonces México en realidad la tiene fácil: rehacer su política interna de desarrollo para priorizar la creación de empleos y el diseño de una estrategia de distensión en las poblaciones de la frontera con los Estados Unidos para evitar filtraciones ilegales.
Sin embargo, es la hora en que México sigue haciendo antesalas en la Casa Blanca con funcionarios cercanos a Trump, pero ajenos a la estructura de poder que sí toma las decisiones; es decir, el yerno Jared Kushner es apenas un picaporte al despacho Oval pero el centro de poder está en Steve Bannon, consejero especial de Trump, y la figura más racista, radical y fundamentalista religiosa que sí toma decisiones.
El desafío para México radica en iniciar una nueva etapa histórica en las relaciones con el gobierno de los Estados Unidos; mal que bien, Trump estará cuatro años en el poder y con posibilidades de ser ocho. Y hasta ahora no existen indicios de que pueda cambiar su estilo o sus enfoques empresariales; más aún, sus nombramientos y dureza en el trato a su burocracia sólo reconfirman que no será sólo un estilo sino en los hechos será una forma de ejercer el poder.
El presidente Enrique Peña Nieto tiene la oportunidad de construir un frente de negociación con la Casa Blanca, pero en función de redefinir primero los intereses nacionales y alrededor de ellos armar una especie de gobierno de fortaleza nacional con la pluralidad republicana y segundo replantear el modelo de desarrollo para tapar los hoyos que dejó el tratado salinista y darle prioridad al mercado interno.
Si no se explora esa salida, a México le esperan cuatro-ocho años de racismos políticos de Trump como punching bag.
indicadorpolitico.mx
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