Dra. Alejandra López Camacho

Oaxaca es especial. No hay nada más agradable que encontrarse en una ciudad cuya cocina huele y sabe a tradición, a historia, a humo, a maíz, a cacao. Un lugar que te invita a recorrer sus mercados, y, por supuesto, a comer su amplia variedad de comida. Tengo aún la sensación de los colores que invaden sus calles y el recuerdo de la cantera verde que irrumpe en los edificios del centro histórico. Siempre que acudo a esta bella ciudad, lo primero que quiero hacer es saborear una rica taza de chocolate caliente de agua, algo único. Particularmente considero que la cualidad más grande que tiene esta bebida que data de la época prehispánica, es que me sabe a Oaxaca, por la forma de prepararse, y eso le da identidad.

El chocolate de agua ha pasado por varios momentos a lo largo de la historia, desde ocupar el papel protagónico como bebida, hasta quedar casi reducido a localidades. ¿Qué tuvo la leche, esa que trajeron los europeos que cobró encanto en su combinación con el chocolate y en el gusto de la gente? ¿Qué tuvo el café que nos enganchó al grado de hacerlo parte de nuestra vida diaria? A lo largo de la historia los gustos en los paladares han cambiado, al igual de aquellas cosas que consideramos tradición, y esto mismo ha pasado con la bebida del chocolate caliente de agua. La miel turnaría el lugar al piloncillo o a la azúcar traída por los españoles, algo que se aprecia en las barras o bolas de chocolate macizo que se venden en los mercados oaxaqueños. Se le agregaría la exótica y aromática canela procedente de Asia, y de ser originalmente una bebida amarga como la tomaban en la época prehispánica, se transformaría en una bebida ligera y dulce.

Pero, ¿qué decir del maíz? Oaxaca también es maíz. Algo bello en los mercados de esta ciudad, es observar a las señoras con sus mandiles bordados con grandes canastos vendiendo tlayudas, tortillas blancas o bien totopos lisos cocidos en comal de barro o los totopos con pequeños orificios hechos con la punta del dedo, llamados guetabiguii” que se cuecen de forma vertical en hornos de comixcal; hornos elaborados con una combinación de barro, arena, bejuco y hasta estiércol de caballo utilizado como adhesivo. Los hornos son grandes y profundos, en el fondo se ponen las brasas y las tortillas se van pegando en las paredes de esa gran vasija hasta quedar deshidratadas. Son tan delgadas estas tortillas que, parece se quiebran de solo tocarlas al quedar con la textura crujiente del totopo. Se dice que existen más de 30 variedades preparados con maíz zapalote chico, ajonjolí, semillas de calabaza, nopal, camarón y hasta café, entre otros. Me faltan probar algunos cuantos.

Así, empecé mi viaje en Oaxaca con una taza de chocolate caliente de agua, una rica tlayuda con su asiento de chicharrón, frijoles y tasajo, acompañada además de un buen mezcal. Continué con una quesadilla con chorizo, quesillo y flor de calabaza, para terminar con unos totopos y frijoles con queso de cincho. No escatimé en disfrutar del maíz, y mi estómago tampoco, al fin y al cabo, estamos hechos de maíz y aquí lo comprobé. A mi regreso, los totopos que me traje en un gran canasto de palma, fueron tan resistentes que no se quebraron durante las horas de viaje, claro que mi incomodidad fue otra al traerlas en las piernas. Creo que me traje a Oaxaca entre quesillo, mole, chapulines, tortillas, artesanía y más, pero, eso vale la alegría de disfrutar en casa un tantito de aquellas tierras.

Oaxaca es esto y más, es mezcal, chapulines, chiles de agua rellenos de picadillo, chiles pasilla con frijoles y queso. Es una diversa variedad de moles y tasajo. Es el quesillo de Etla, la sal de chapulín o el delicioso chorizo con chile guajillo que sabe a carne enchilada, pero sin grasa. Hasta se me hace agua la boca de solo recordar, seguro que en el autobús de regreso algunos pensaron: Esa señora y sus canastas como estorban, me da risa al recordar, pero, así es, esa señora, soy yo.

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