Dra. Alejandra López Camacho

¿Por qué ofrendamos comida a nuestros muertos en la fiesta de Todos Santos?

¿Qué pasa si nos comemos algo de la ofrenda?

Cuando niña, recuerdo perfectamente el momento en que se ponía la ofrenda en casa, todo se me antojaba y quería comerlo, era natural con tantas frutas, dulces y flores. Los aromas intensos a guayaba, mandarina, a dulce de calabaza en tacha, a mole, tamales, pan de muerto y a flor de cempasúchil, resultaban una provocación constante.

Mi tentación era tan grande que, por las noches y a escondidas me acercaba a la ofrenda creyendo que nadie me veía, sin embargo, sentía las miradas de los familiares a través de las fotografías puestas en aquel altar junto a las veladoras como almas pasajeras. Me asombraba ver tanta comida, sobre todo las calaveras de azúcar adornadas con papeles brillantes y marcadas con nuestros nombres en la frente, esto de alguna forma me hacía reflexionar en mi propio esqueleto.

Los retratos del abuelo y de otras personas que a veces desconocía me causaban curiosidad y siempre pensaba, “si me como algo se enojarán conmigo” y, “si me vienen a regañar”, pero la tentación podía más y terminaba por comer algún dulce sabiendo que al día siguiente me llamarían la atención.

En casa siempre nos decían que aquella comida no se debía ingerir porque pertenecía a los ofrendados y ellos se llevaban su esencia, algo que no comprendía, pero me causaba dudas, eran vidas que habían conocido lo ofrendado y, ahora ya no estaban.

La tradición de los altares y las ofrendas, si bien son el resultado de un mestizaje cultural entre creencias prehispánicas y la católica, herencia de los conquistadores, también son el reflejo de una mexicanidad que gusta recordar a la muerte y hacerle fiesta. Las ofrendas son una evocación a la muerte y a nuestros seres queridos, quizá algún día yo apareceré ahí y vendré a llevarme la esencia de aquellas calaveras de azúcar.

Si hay algo singular en la fiesta de Todos Santos y en los altares de muertos, es la cantidad de comida expuesta, sin embargo, algo en particular que llama mi atención, es la calabaza en tacha y el pan salado de muerto, los tlacotonales, panes de manteca muy característicos en Puebla.

La calabaza de Castilla, procedente de Perú, pero domesticada en algunas partes de Mesoamérica como en lo que actualmente es territorio poblano, se dice que fue llamada así cuando los españoles la llevaron a la reina de Castilla y tanto le gustó que la adoptó y le dio el apellido de su Reino.

El dulce de calabaza, si bien es un claro ejemplo del cruce culinario con el uso del piloncillo y la canela, herencia europea, es un infaltable en las ofrendas poblanas. Su sabor, olor y cremosidad, forman parte de los goces al paladar de estas fechas. Pero, ¿por qué en tacha? Esto se debe al lugar donde comenzó a prepararse, esto es, en los ingenios azucareros donde se ponía a cocinar con piloncillo en un horno llamado mancuerna, de donde a una de las partes se le llamaba tacha.

Los tlacotonales, que quiere decir mediodía, fueron panes que conocí y observé cómo se preparaban muchas veces desde niña. El día anterior a la colocación de la ofrenda, la mesa de madera era el lugar para preparar estos panes que se hacían en forma de disco o de muñecos que simulaban personas. Su sabor tan particular entre lo dulce, salado y la manteca, los hacen únicos y característicos. En casa los espolvoreaban con azúcar y los comíamos acompañados con café de olla. ¡Una delicia!

De estos panes se ha encontrado que, parte de su origen procede de la época prehispánica, cuando se hacían sacrificios y se ofrecía el corazón al mediodía. Con la llegada de la panadería y la prohibición de estas ceremonias por parte de los conquistadores, el corazón se haría de pan, simulando el de una víctima.

Comamos pues pan de muerto y dulce de calabaza y si por la noche sentimos un jalón de pies, no se olviden que ya vino el familiar a recordarnos que también ellos quieren cenar.

¡Buen provecho!

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