Agnes Elizbeth Winona Leclerc, mejor conocida como la princesa de Salm Salm y quien llegó a México junto con su esposo el príncipe alemán Félix de Salm Salm que se uniría a las fuerzas de Maximiliano en el último período del Imperio, fue una de las varias personas que escribieron sus memorias una vez que el Imperio había terminado y que en mucho tenían el objetivo de defender su posición o la de algún ser querido o cercano frente a los hechos ocurridos. Estas memorias, entre otras cosas ofrecen un punto de vista sobre la vida cotidiana de los mexicanos de aquel momento, el Segundo Imperio Mexicano sería un periodo de encuentro de nacionalidades, de choques culturales y cotidianos y lo que para unos podía resultar exótico, para otros era parte de la vida cotidiana y viceversa.

En sus Memorias esta princesa cuenta que los mexicanos, a pesar de ser un pueblo haragán, se levantaban temprano, comían entre las doce y la una de la tarde, después de dar un paseo por la mañana e ir a misa. A su decir los mexicanos eran muy moderados, bebían poco “ni aguardiente, ni vino o cerveza, solamente pulque aparece en la mesa en todas partes.” Afirmaba que no en todas las casas se comía al mediodía, aunque si se tenía hambre se comía un plato sencillo o se tomaba una taza de buen chocolate con canela, no así el café que aun cuando se daba un excelente café, los mexicanos no sabían cómo prepararlo.

A su decir los mexicanos no eran gente de fiar debido a que tendían a prometer, pero a no cumplir sus promesas. Y eran así, sostenía en voz de defensa, porque los mexicanos guardaban cierta memoria dentro de su historia, como la llegada de los españoles y “las bandas de ladrones de Cortés”, además de las distintas guerras habidas en México, lo que les hacían desconfiar de aquel que llegaba a su país. Aun así, los mexicanos gozaban de un carácter hospitalario, de forma que en su mesa siempre había “un par de cubiertos para huéspedes que puedan llegar. Por frugales que sean de ordinario, se encuentra sin embargo su mesa sobrecargada de todo lo posible cuando están en reuniones.”

Aquella princesa expondría una personalidad del mexicano que, si bien lo defendía y excusaba de culpas por ser haragán e incumplido en sus promesas, una persona de carácter hogareño, cordial y sobre todo amable y dadivoso, alguien que tenía en su mesa alimentos para compartir con aquel que pudiera llegar a su hogar.

Pero si por una parte el protocolo, los principios franceses y los ceremoniales de la corte cruzarían los mares hasta América con la intervención encabezada por Napoleón III y luego con Maximiliano y Carlota, estos últimos también se verían enfrentados a ciertos actos políticos donde las formas de vida de los mexicanos sobrepasarían la vida cotidiana y europea que los soberanos personificaban. Tal fue así que existirían situaciones en las cuales degustar ciertos platillos mexicanos, por parte de los emperadores, sería una cuestión política y diplomática.

Concepción Lombardo de Toledano, quien fuera esposa de Miguel Miramón, uno de los hombres que encabezaron la presidencia de México en los años de 1859 y 1860 y quien también escribió sus memorias como acto de defensa de su esposo, comenta que en el trayecto de los emperadores de Veracruz a la ciudad de México, días después de su llegada, los soberanos pasarían por Cholula y Huejotzingo y los lugareños de Acultzingo les recibirían con un almuerzo compuesto de mole de guajolote, frijoles, tortillas y enchiladas. Y, “haciendo de tripas corazón, metieron en sus estómagos aquellas desconocidas viandas”. Se trataba de un evento de bienvenida, de un encuentro de esperanza política para los mexicanos, de una convivencia en la cual rechazar aquellos platillos por parte de los nuevos emperadores, bien podría haber constituido una impertinencia para los anfitriones. De forma que ciertas prácticas políticas donde se involucraba la mesa y el trato amistoso y burocrático con aquellos que venían a gobernar México, implicaba comportarse como la cuestión política y tradicional mexicana lo requería, a más de tratar de revestirse con las características de aquello que se consideraba una identidad mexicana.

Y así lo haría saber el emperador Maximiliano en su discurso a la llegada a la ciudad de Córdoba cuando diría, “mexicano de todo corazón, es mi primero y más ardiente voto que todos mis compatriotas se unan a mi lado para poder con celo y perseverancia, y sobre bases libres correspondientes a nuestra época, trabajar por el bien de nuestra noble patria.” Maximiliano así, se bautizaría como mexicano, se sentaría en la mesa con alcaldes indios y políticos mexicanos y comería mole, pero le haría daño y probaría el pulque cuando no hacerlo le parecería descortés, comenzaría así su propia adaptación como europeos, tanto como la de su séquito, hacia las costumbres mexicanas.

Paula Kolonitz, una condesa austriaca que fue parte del séquito imperial y que acompañó a Maximiliano y a Carlota a tomar posesión del trono en 1864, también escribiría sus memorias y diría que los mexicanos tenían “predilección por las tortillas y los frijoles”, siendo las tortillas el pan del pobre. Los mexicanos “especialmente golosos”, sostenía esta condesa, tenían predilección por “un guisado de guajolote preparado con chile y jitomate, el cual, mezclado con harina de maíz, envuelto en sus hojas y cocido al vapor, compone el plato más delicado del país, los tamales.” Sin embargo, afirmaba que en México no se conocía lo que es una buena sopa, ni café de calidad, el cual lo preparan tan mal que casi no puede probarse.

Siendo esto así, ¿cómo no convidar a los que venían a ser emperadores de México de los alimentos predilectos como el pulque, mezcal, tamales y elotes?

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