Hojear un recetario de principios del siglo XIX impreso en México, invita a descifrar las memorias culinarias atrapadas en un texto, conduce a comprender lo que en su momento habría sido una transformación en la preparación de los alimentos. Sobre todo, porque se refiere a los primeros recetarios impresos y estructurados en forma de libro. Eran recetarios con una lista de temas en los que se incluirían índices, calendarios, manuales de comportamiento y un orden de servicios donde lo importante era la graduación de sabores de acuerdo a los tiempos de comida.

Se trataba de un nuevo concepto en la organización de las recetas en las que, si bien no se proporcionaban medidas ni detalles en cuanto a la visualización de los platillos, si existía una lógica en la preparación de los ingredientes a utilizar, además de contener las distintas comidas que ocurrían a lo largo del día. Ya no se trataba de la receta transmitida en forma oral por la abuela, la madre o la tía para ser memorizada y quizá apuntada a mano en un papel y legarse a las siguientes generaciones, tampoco de los grandes recetarios escritos por los cocineros de la nobleza europea o de los altos dignatarios.

El siglo XIX habría sido el momento del impreso, el tiempo de la compra y venta de una recopilación de recetas cuyo origen era muchas veces desconocido. Lo que condujo al conocimiento “democrático” de la cocina escrita, esto es, a la divulgación de la cocina por medios impresos y al alcance de todo aquel interesado en el área gastronómica, aun cuando se desconociera la procedencia de las recetas. Tendría origen así, la práctica de recopilar recetarios para luego permanecer en estantes, aunque a su vez, la experiencia y habilidad de preparar ciertos platillos hasta incorporarlos en la cotidianeidad de una cocina. Esto dentro de un largo proceso que conduciría a la creación o sazón de una identidad culinaria.

Si bien los recetarios decimonónicos ofrecen datos que permiten identificar ciertas características de cada lugar, estos no obedecieron del todo a los gustos propios de un territorio, dado que las recetas se retomaron de textos culinarios que se publicaron en distintas partes. Es decir, las recetas de cocina que en sí involucran la suma de tradiciones y cotidianidades de una determinada zona, migraron para integrarse en otro espacio culinario que a su vez ya disponía de sus propias tradiciones y regionalismos culinarios, esto dio por resultado un “revoltijo o mezcolanza” de recetas donde participaban varias cocinas. Para el caso de México, participarían recetas extractadas de los recetarios españoles, y a su vez recetas de distintas regiones del país, principalmente del centro.

Resalta entonces que en ese “revoltijo” de recetas existiría una mezcla de sabores que, a fin de cuentas y en palabras de Fernando del Paso, resultarían en algo exótico para ambas partes. No obstante, al paso del tiempo esas recetas se integrarían para dejar de ser algo extravagante o ajeno y convertirse en algo cotidiano. Esto porque en muchas ocasiones los recetarios podían contener ingredientes desconocidos, raros, extraños o poco habituales para aquel que lo tratara de interpretar, más cuando se trataba de reproducciones de recetarios españoles que a su vez eran adaptaciones de recetarios franceses.

Sin embargo, en esos ires y venires de un lugar a otro de los recetarios, así como de los ingredientes y técnicas, sumado a su incorporación de nuevos públicos, hicieron que a lo largo de los años aquellos sabores terminaran por integrarse y asimilarse como algo conocido y propio, al grado de quedar como una tradición e integrarse en la conformación de una identidad mexicana con sus diversas cocinas regionales.

Imagen retomada del Manual del cocinero y cocinera, La Risa, Madrid 1843.

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