Un grupo de diputados pide la renuncia a Juárez como Presidente Constitucional, 7 de septiembre de 1861

Los que suscribimos, ciudadanos mexicanos en ejercicio de nuestros derechos, al ciudadano presidente de la República, exponemos:

Que, elegidos por el libre voto de nuestros conciudadanos para venir a representarlos en el Congreso de la Unión, en nuestra calidad de Diputados, hemos llenado hasta hoy nuestro deber, estudiando la situación del país, el origen de los males que lo aquejan y los medios que, aunque escasos, sean eficaces para salvarlo y, después de un maduro examen que ha producido en nosotros la convicción más profunda respecto de las medidas indispensables para organizar la marcha de la causa pública y para alcanzar la salvación no sólo de los principios políticos conquistados sino aun de la autonomía nacional, con ella y, cumpliendo un deber indeclinable que nos impone nuestra conciencia de ciudadanos y haciendo abstracción de nuestro carácter de Diputados, venimos a elevar una petición respetuosa al ciudadano Presidente, usando del derecho que nos concede el artículo 8vo del Código fundamental.

Vemos en la situación actual un elemento mayor que otro alguno de desorganización en la rotura casi absoluta de los lazos federativos, que deberían ligar, haciendo una las diversas partes que constituyen nuestra nacionalidad y la escisión de los Estados que tanto espanta y con razón en la esfera de los hechos consumados, existe ya, así en el orden administrativo como en el Legislativo y Judicial. Falta pues, la unidad federativa y con ella faltará dentro de poco la unidad nacional, siendo imposible, por lo mismo, todo Gobierno en el centro y quedando, cómo está reducido a luchar estérilmente con su propia impotencia. La verdad de este hecho tiene el carácter de la evidencia; a dónde pueda conducirnos esta situación es demasiado fácil adivinarlo; cuál sea la causa de ella y cuál el remedio es, pues, el asunto de que venimos a ocuparnos.

La gigantesca revolución que ha hecho triunfar en los campos de batalla la bandera de la Reforma, no ha sido, ciudadano Presidente, una de tantas revueltas que han agitado durante 40 años nuestro desgraciado país; ha sido, sí, una verdadera revolución social, en que el pueblo ha adquirido la conciencia de su fuerza y se ha puesto a la altura de las conquistas que ha pretendido alcanzar; pero esa revolución, los combates y las victorias no han sido, ni podido ser más que el prólogo, estando encomendado su desarrollo y su consumación a la inteligencia política y administrativa e importante es recordar que en esa lucha los que alcanzaron la victoria, los que para ella sacrificaron su reposo y su hacienda, prodigando su sangre fueron, sin duda, los pueblos del interior de la República y de la frontera, que en el día del triunfo depusieron en el altar de la legalidad todas sus conquistas. esperaron, con razón, el desarrollo y consumación de la Reforma; con ella esperaron también ver curadas esas llagas que de antiguo minan nuestra existencia social y que nos ponen bajo la dependencia de las potencias extranjeras, que nos dominan con el título oprobiosos de acreedores; esperaron ver organizar la administración pública sobre los elementos de moralidad y de justicia, desterrados de ella tanto tiempo hace y, bajo el halago de esa esperanza, quedaron ahogadas las ambiciones bastardas y por la primera vez en la historia de nuestro país, el soldado victorioso acató la ley y cedió el puesto al depositario del Supremo Poder de la Nación.

Mas, por desgracia, todas esas esperanzas han salido fallidas; la revolución se ha detenido en su marcha, puesto que no ha adelantado un solo paso en la esfera administrativa; la desmoralización se ha entronizado en todas direcciones y luchando el Ejecutivo con la falta absoluta de recursos, se ve el país amenazado por la guerra extranjera, devastado por bandidos que, sin invocar un pretexto o un principio político al menos, todo lo destrozan a su paso. Esto es porque a faltado vida y acción en el centro, que ha visto desaparecer en menos de cien días inmensas riquezas acumuladas por el clero en tres siglos de dominación absoluta; que no ha podido cumplir una sola de las promesas mil que ha hecho al país; que ha tenido la desgracia de ver levantar en la puerta de la Capital por pequeñas hordas de bandidos cadalsos en que han perecido los hombres más prominentes de la revolución; que con el poder omnímodo no ha podido destruir unas cuantas bandas de forajidos, ni alcanzar siquiera asegurar la vida y las haciendas de los ciudadanos en el centro mismo de la Capital; que, por último, se ha visto obligado a los cuatro meses de existencia a buscar los medios de sostenerla en las fuentes mismas a que acudió la reacción caduca y moribunda, en los últimos instantes de su agonía.

(Continuará)

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