Hasta la guerra con Estados Unidos, de 1846 a 1848, tanto los liberales como los conservadores compartieron con los primeros obispos mexicanos -propuestos por el gobierno mexicano para ocupar las sedes vacantes del país-, el deseo de construir una nación moderna, poderosa y católica. También coincidieron en el deseo de fortalecer una Iglesia nacional mexicana, independiente de Roma.

Los antecedentes de estos acuerdos los expone Charles A. Hale en su obra El liberalismo mexicano en la época de Mora 1821-1853, quien, con el propósito de ofrecer una definición del liberalismo mexicano en su época, encontró que los liberales y los conservadores compartían ideas y proyectos. El Vaticano había percibido desde 1865 que las diferencias entre los mexicanos, en cuestiones de ideología, no eran notables. En las instrucciones que el cardenal Giacomo Antonelli, secretario de Estado de Pío IX, le entregó al nuncio y delegado apostólico Pier Francesco Meglia, enviado a México ante el emperador Maximiliano, le indicaba que tuviera cuidado con los mexicanos porque, de manera independiente a la ideología que sostuvieran, todos eran adeptos de la Reforma. Para Antonelli la diferencia que mediaba entre los proyectos era el ritmo con que deseaban la Reforma en su aplicación.

Los estudios realizados muestran que el sentimiento conservador era heterogéneo y que se fue modificando con el correr de los años. En un inicio buscaba “conservar las estructuras sociales y los valores tradicionales morales y católicos de la Colonia”, en el marco de la estructura republicana. Es de notar que Tenenbaum (Barbara A., México en la época de los agiotistas, 1821-1857, México: Fondo de Cultura Económica, 1985). remarcaba que “Alamán y los conservadores creían que una monarquía mexicana encabezada por un príncipe europeo relacionado con todas las demás casas reales satisfacería los deseos de seguridad de los inversionistas y les tentaría depositar sus fondos en México”. Esa postura, a favor de la monarquía, sería reforzada durante la Guerra de Reforma (1858-1861), que culminaría con la intervención francesa en 1862 y el establecimiento del imperio de Maximiliano de Habsburgo en 1864.

Hoy día existe una gran variedad de obras colectivas sobre la Iglesia, el Estado y la sociedad en el siglo XIX. El interés por los conservadores también condujo al estudio de la Iglesia católica, su jerarquía y laicos. De estas últimas obras me ocuparé en otra colaboración.

El estudio de Patricia Galeana de Valadés, Las relaciones Iglesia -Estado durante el Segundo Imperio (1991), se concentra en el análisis de las relaciones Estado-Iglesia entre 1825 y 1878. Comienza cuando el gobierno de la primera República Federal envía como representante mexicano ante la Santa Sede al canónigo de Puebla, Francisco de Pablo Vázquez, a fin de arreglar los asuntos eclesiásticos que estaban pendientes de resolución desde la independencia: el patronato y el nombramiento de los obispos diocesanos. Concluye en 1878, cuando fallece el pontífice Pío IX. La fecha de arranque de este estudio responde a una circunstancia específica: durante el periodo de la negociación diplomática del enviado mexicano (1825-1831) se pusieron las bases para la fundación de una Iglesia nacional mexicana, que se caracterizó por la defensa de la libertad y autonomía que habían alcanzado con la independencia y la ruptura del patronato regio. Fue una negociación de seis años y complicada por los debates nacionales sobre el derecho de la nación al patronato y la realidad internacional que situaba en el centro del debate al Vaticano por el reconocimiento que daba al rey de España, Fernando VII. El papa Pío IX se involucró en los acontecimientos políticos mexicanos desde su proclamación en 1846.

El obispo de Puebla (1855-1863) y también arzobispo de México (1863-1891) Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, es el personaje central de la obra de Galeana. Pelagio Antonio disfrutaba de la amistad y el reconocimiento de Pío IX, y gracias a esa amistad y respeto por el entonces obispo de Puebla, aquél criticó de forma áspera el proyecto reformista de los triunfadores del Plan de Ayutla y la Constitución de 1857. Pío IX también se negó a aceptar al enviado mexicano del presidente Ignacio Comonfort, Ezequiel Montes, por el rechazo de Labastida a éste ya que había sido clave en su destierro de 1856. Entre 1861 y 1862, Pío IX apoyó firmemente la aventura monárquica de los conservadores que encabezaba Pelagio Antonio, quien le había presentado un escrito sobre las razones para aspirar al establecimiento de la monarquía en México. De esa manera, Labastida fue un actor fundamental en la historia del siglo XIX mexicano.

Con la muerte de Pío IX en 1878, el arzobispo Labastida perdió un gran amigo, y ya que su sucesor León XIII, no lo era permitió con esa distancia actuar con mayor libertad y autonomía hasta su muerte, en febrero de 1891. Ya para ese momento el anticlericalismo en México había crecido.

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