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En un libro de indispensable lectura titulado Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligarquías de la sociedad moderna, el sociólogo alemán Robert Michels, estableció lo que llamó “la ley de hierro de la oligarquía”. En su texto, Michels concluyó que toda organización, empezando por los partidos políticos, inevitablemente terminaría siendo dirigido por una elite a la que denominó oligarquía. Esto era igualmente cierto para partidos políticos, sindicatos y toda organización grande y compleja como es la sociedad entera. La referida extensión y complejidad hacía imposible la democracia directa.

Ello generaba delegaciones que terminaban convirtiéndose en un sector dirigente cristalizado y reproducido, hasta convertirse en lo que después se ha llamado una nomenclatura. Michels lo expresó en un aforismo: “Quien dice organización dice oligarquía”.

No solamente complejidad y extensión de la organización generaban la ley de hierro de las oligarquías. También lo hacía el hecho de que la política era un oficio para el cual no todos sus integrantes tenían una vocación, aptitudes ni disponibilidad de tiempo para dedicarse a tiempo completo.

El conocimiento técnico, el saber especializado para poder tomar decisiones de una manera eficiente y oportuna, el monopolio de la información, hacia surgir a una capa especializada que poco a poco se volvía imprescindible e inamovible. Michels estaba convencido de esta idea elitista de la política, por lo que no resulta extraño que su teoría haya tenido una deriva reaccionaria y que habiendo emigrado a Italia terminó adhiriéndose al fascismo. 

Sea fascistas o liberales, las visiones elitistas de la democracia terminan recalando en un pensamiento de derecha. Fácil es pensar que quienes en 2012-2013 redactaron la primera versión del Estatuto de Morena, Andrés Manuel López Obrador entre ellos, hayan tenido la voluntad de eludir la ley de hierro postulada por Michels.

Tanto en principios como en su estatuto, los fundadores de Morena pensamos en un partido de izquierda, profundamente democrático y en que cualquier ciudadano o ciudadana independientemente de su origen social, pudiera tener la oportunidad de ocupar encargos de elección popular. Un partido que tuviera autonomía con respecto al Estado y que además no fuera rehén de los grupos de interés que son diferentes de las corrientes ideológicas.

El Estatuto, principios y decisiones tomadas en el camino hacia el triunfo de 2018 reflejaron tres directrices que tenían un contenido ético y político. La primera de ellas fue la de que el partido sería un partido movimiento y no un partido de Estado. Por ello el Estatuto prohibía la ocupación de cargos estatales y partidarios de manera simultánea.

La segunda era que la selección de candidaturas sería la acción combinada de decisiones políticas e insaculaciones, lo cual le daría oportunidad a militantes y simpatizantes que no formaban parte de la clase política. La tercera fue que las candidaturas esenciales serían definidas a través de encuestas. Con ello se daba oportunidad a militantes y simpatizantes reconocido/as por la sociedad o circunscripciones.

La fuerza de las cosas para decirlo en palabras de Simone de Beauvoir, fue alejando a Morena de estas ideas iniciales. Dos hechos fundamentales incidieron en este devenir. En primer lugar, la urgencia de ganar contundentemente para evitar un fraude en 2018.

En segundo lugar la urgencia de ganar con mayoría calificada en 2024 para lograr las reformas constitucionales necesarias para profundizar la 4T. Ambos hechos han incrementado el pragmatismo en Morena con respecto a las alianzas y el arribo de personajes oportunistas que cuentan con capital social y económico.

Estás circunstancias están conduciendo a Morena a un escenario opuesto al que imaginaban sus fundadores: cada vez más la ley de hierro de las oligarquías nos está alcanzando.

Los llamados chapulines no son militantes de base del PRI y el PAN y del PRD.  Son integrantes de las oligarquías políticas de esos partidos que traen el capital social (redes familiares y políticas) y el capital económico (recursos financieros) que los vuelven viables en las decisiones políticas y encuestas que definen candidaturas.

Las elites prianredistas se unen a las que se han formado al interior de Morena. La elite morenista se ha ido cristalizando a través la paulatina transformación de Morena en un partido de Estado, de la opacidad en las encuestas particularmente en 2021, de la eliminación de los candados a la reelección en Morena y en los puestos de elección popular y finalmente en jugarle la vuelta a lo/as que resultan designados por medio de la tómbola o insaculación.

Sobre esto último, tuve oportunidad de presenciar un ejemplo paradigmático. Es el caso de Eliza Mejía de Gyves, una militante ejemplar de Morena, quien en 2021 ocupó el cuarto lugar de insaculados en la cuarta circunscripción. Por ser mujer y discapacitada. Eliza debería haber sido candidata plurinominal. Finalmente fue excluida totalmente de las candidaturas plurinominales, para meter a la esposa de un integrante del Comité Ejecutivo Nacional que también era parte de la Comisión Nacional de Elecciones.

Robert Michels aseveró que la ley de hierro de las oligarquías era tan ineludible que por mucho que hicieran las organizaciones por evitarla, siempre terminaba imponiéndose. ¿Acaso la maldición de Michels terminará devorando a Morena?

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