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Todos somos tocados por todos,

unos más, otros menos,

pero por algo somos seres sociales.

Abel Pérez Rojas

 

Difícilmente sabemos hasta qué punto y  en qué dimensiones ciertas personas nos influyen.

A veces, la incidencia que tienen otros en nosotros no es cuestión de tiempo ni del número de repeticiones, sino de la confluencia de las condiciones y las circunstancias.

También puede ser que la afectación hacia se deba por motivos menos visibles, por ejemplo, el papel y función que las otras personas ocupan en nuestra historia de vida.

Conforme pasan los años y su respectiva acumulación, no puedo evadir el necesario recuento fruto de la madurez en transición.

No hace mucho he descubierto que mis primeros acercamientos poéticos se debieron a la pasión lírica de mi tío materno Francisco Rojas de la Rosa.

Huella imborrable en mis recuerdos de infancia la dupla magnífica que conformaron en esos años –hace como unos cuarenta y tantos–, mi tío Francisco y mi hermano Miguel Ángel.

Juntos pasaban minutos, horas, días acumulados revisando las transcripciones a máquina de escribir que Miguel Ángel realizaba con la inspiración de Francisco.

El teclado de la Olivetti azul grabó en papel las rimas de mi tío impulsadas por las yemas de mi hermano “Migue”.

Seguramente Miguel, quien también escribe poemas, fue tocado por la afición del hermano de mi madre.

Todos somos tocados por todos, unos más, otros menos, pero por algo somos seres sociales.

Como zoon politikón «animal político» o «animal cívico», identificó Aristóteles a los seres humanos debido a su necesidad de vivir en sociedad.

Cierto, está demostrado que hay facultades humanas que solo se desarrollan viviendo con semejantes, que hay retroceso en ciertos mecanismos lógicos y del habla si las personas no son criadas por otro ser humano.

En esa línea lógica se deben revisar con lupa varios de nuestros antecedentes archivados en formato de pasajes y episodios de vida.

Buceando en mis recuerdos encontré ciertas pistas que pudieron haber incidido en mi afición a la comunicación.

Sé que mi historia de vida es lo de menos ante la mirada condescendiente del lector, pero hago este ejercicio en retrospectiva esperando que sirva de provocación para que cada quien concientice lo que pueda.

Gracias a la memoria viajo en el tiempo.

Retrocedo cuatro décadas y más para ubicarme en mi querido Tehuacán.

Es domingo por la mañana y me despierta la música ambiental del exterior.

Después de una tanda de canciones de las Hermanas Huerta, Lola Beltrán, Pedro Infante, Antonio Aguilar o Lorenzo de Monteclaro, la voz de un improvisado locutor mandaba saludos a los cumpleañeros, recordaba que ya faltaba menos para la misa de las ocho y otros mensajes que él consideraba de interés para su audiencia.

Pese a la distancia se lograba apreciar el raspado de la aguja en los surcos del disco de acetato tan “retro” hoy.

Recobrado del aturdimiento normal que significa haber sido despierto hasta cierto punto “a la fuerza”, identificaba la voz de mi abuelo materno en aquel locutor de pueblo, transformado en anunciador de barrio.

Moisés Rojas de la Rosa se llamaba mi abuelo.

Mi abuelo era un tipo apuesto y muy trabajador, aunque desde que tuve uso de razón él ya era jubilado.

Cada domingo desde muy temprano mi abuelo ambientaba la colonia Venustiano Carranza a través de su equipo de sonido y un altoparlante.

Una amplia colección de  álbumes con música ranchera, norteña y algunos boleros redondeaban la modesta infraestructura que era usada como una especie de estación de radio matutina dominical.

No sé cuánto tiempo le duró el gusto a mi abuelo por esa práctica que trocó en hábito, pero sí sé que lo hacía con mucho gusto.

En el altavoz colocado a una altura de quizá cinco metros sobre el techo de su casa, cada cara de los discos en la que cabían cinco o seis canciones, le permitían a Moisés barrer el frente de su morada, regar sus plantas y hacer los quehaceres previos a la misa más concurrida de la capilla de la Soledad.

La práctica musical y de locución finalizó cuando un vecino empezó a reclamar insistentemente las molestias que le ocasionaba la ambientación.

Mi abuelo se desanimó y dio por terminado ese inolvidable ciclo.

Ahora que revivo este pasaje rescato otra práctica de mi abuelo que quizá también me influyó.

Él era muy aficionado a las estaciones captadas por radios de onda corta.

Gracias a su gusto mis hermanos y yo conocimos sintonías que no eran habitualmente captadas por los equipos convencionales.

En cierta forma, mi abuelo hizo muchas cosas que yo ahora hago.

El uso que dio a su equipo de sonido me inspiró a adoptarlo en los espacios de receso en un colegio de educación media superior en el cual laboré.

Todo eso ya quedó atrás.

Yo ahora no comparto música a través de un equipo de sonido, pero sí desarrollo entornos de comunicación a través de internet desde hace diecisiete años.

Veo mucha similitud en lo que hacía mi abuelo con lo que yo hago desde hace algunos años.

¿Qué pensaría mi abuelo si viviera?

No lo sé, nadie sabe con exactitud lo que pasaría por la mente de quienes se nos adelantaron en el camino.

Solo nos queda el terreno de la especulación.

Especulación e imaginación para responder al quizá.

Observación puntual para rescatar los pasajes con carga de futuro del pasado.

No niego que cuando estoy en Tehuacán extraño esos domingos con olor a tierra húmeda recién barrida y las selecciones musicales de mi abuelo.

Sé que lo que se fue ya no volverá.

Pienso que las historias del día a día son como las gotas de tormenta, son tantas que uno piensa que cuando se requiera acudir a ellas lo haremos sencillamente, pero no es así, porque si no colocamos baldes para reunirlas –igual que sucede con la lluvia–, éstas escapan, se filtran o se evaporan y difícilmente son recuperables.

Bendita memoria que nos permite revivir lo significativo de ciertos pasajes.

Mientras siento calor de agradecimiento hacia mi abuelo, en mis adentros reproduzco la voz de las inolvidables Hermanas Águila:

Tengo a mi Lupe, con su boquita risueña / me dio su mano, pa’ que me acordara de ella. / En este mundo yo no quiero a las morenas, / porque no quiero que otro sufra más por ti. / Pues ahora sí, mi Lupita vine a verte, / pues ahora sí, se acabaron mis trabajos. / Yo lo que quiero es que me estreches en tus brazos, / porque no quiero que otro sufra más por ti. / Pues ahora sí, mi Lupita vine a verte. / Pues ahora sí, se acabaron mis trabajos. / Yo lo que quiero es que me estreches en tus brazos, / porque no quiero que otro sufra más por ti. Tengo a mi Lupe. Carlos Rivera Martínez.

Abel Pérez Rojas ([email protected]) es escritor y educador permanente. Dirige: Sabersinfin.com  #abelperezrojaspoeta

*Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente la línea editorial del portal de noticias Ángulo 7.

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Nació en Tehuacán, Puebla, el 6 de enero de 1970. Es poeta,conductor de programas de radio, académico y gestor de espacios educativos. Funda y coordina Sabersinfin.com