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A Andrés Manuel López Obrador, por la pronta y cabal recuperación de su salud.

La única utilidad que podría atribuirse al virus de la Covid-19 es la enseñanza social que deja junto al alud de muertos: la privatización del conocimiento científico y la tecnología es fuente de grandes negocios que permiten concentrar riqueza en pocas manos pero, al mismo tiempo, representa la más brutal indefensión de las mayorías sociales frente a los fenómenos pandémicos, climáticos, de hambruna, desigualdad social y cultural que, sin tregua, carcomen cotidianamente todos los cimientos morales en que debieran asentarse la edificación económica, institucionalidad política, y la convivencia de los seres humanos en sociedad conduciéndonos al precipicio de la descomposición social y a la gradual negación de nuestra condición humana. El virus con su mortal argumento llegó a poner en la mesa mundial de discusión social la relación del justo equilibrio que deben guardar los ámbitos de lo público y privado en materia de medicina, conocimiento científico, tecnología y salud social de la población al sobrevenir una pandemia, junto con todas sus implicaciones económicas y de condiciones de vida para los diferentes estratos de las clases sociales que componen la población, cuestionando esencialmente la división entre ricos y pobres por la diferencia de posibilidades para acceder a la cura del mal dependiente de esta situación material de las personas. La desigualdad social es la muestra más visible de la pobreza moral de cualquier sociedad.

Permanecen en la penumbra del conocimiento social, el origen del virus en dos vertientes: natural o de laboratorio, China o Estados Unidos; su relación con la implantación forzosa de la revolución tecnológica en el mundo; si el atraso de la ciencia para combatirlo es real o inducido; si su alta mortalidad pudo evitarse; si los protocolos de atención médica recomendados por la OMS fueron los adecuados; si los organismos mundiales actuaron en consonancia con el interés de los pueblos o de las grandes corporaciones tecnológicas y farmacéuticas transnacionales; y el porqué del ominoso silencio sobre las aportaciones científicas para el combate de la enfermedad ofrecidas por Cuba y Venezuela, que demostraron cuidado efectivo de su población, ciencia propia, sin traslado de recursos públicos a corporaciones privadas. ¿Alguien se sorprende, aquí, de saber que los comerciantes venden cubrebocas, guantes, gel antibacterial y hasta overoles de protección médica 60 por ciento más baratos, que no cumplen protocolos sanitarios?, ¿que aumentó el costo de los insumos médicos elevando su precio para el gobierno de México en compras públicas y que, en el mercado privado, medicamentos y aparatos para la salud encarecieron 54 por ciento más que la inflación general a lo largo de 2020?, ¿o que las grandes empresas acaparan el oxígeno para subir sus utilidades? Es el negocio, la simple ley de la oferta y la demanda. Cuando los muertos superan la cifra de 2 millones en el mundo, según la Universidad Johns Hopkins, y la existencia de 93 millones 518 mil contagios, ¿sorprende que la OMS revele que 95 por ciento de las dosis han sido utilizadas sólo en 10 países (Estados Unidos, China, Reino Unido, Israel, Emiratos Árabes Unidos, Italia, Rusia, Alemania, España y Canadá)?, ¿quién se conmueve porque diga condenar la actitud egoísta de países ricos y compañías farmacéuticas, y que el mundo va al fracaso moral catastrófico en la distribución de vacunas? Tendría que responder la moral de “los mercados”.

El mayor o menor desastre causado por el virus en cada sociedad se debe a tres factores determinantes: grado de desigualdad social, predominio de la medicina pública o privada, y predominio público o privado sobre la ciencia. Su combinación en cada país establece los niveles de prevención social de la enfermedad, las posibilidades de acceso de la población a la cura (hospitalización y medicamentos), y, consecuentemente, la tasa de mortandad. Una empresa de análisis de datos científicos -Airfinity- estima que los gobiernos de distintos países han invertido recursos públicos por cerca de 8 mil 600 millones de dólares en la búsqueda de una cura para el virus; que organizaciones ¿filantrópicas? -Bill Gates (Microsoft), Jack Ma (Alibaba), Carlos Slim (América Móvil)- han aportado alrededor de mil 900 millones para los trabajos de investigación; mientras, las empresas farmacéuticas han desembolsado unos 4 mil 400 millones de dólares. Deduce de ello que las farmacéuticas han invertido menos dinero que los gobiernos, pero reciben los beneficios pues datos oficiales muestran que las siete principales compañías del mercado han incrementado su valor bursátil en aproximadamente 90 mil millones de dólares. Esta forma mundial, dominada por los países ricos, de enfrentar la pandemia ha hecho surgir un problema y un contraste.

El problema de la privatización de la ciencia en tiempos pandémicos la está sufriendo gran parte del mundo. La Unión Europea (UE) está pidiendo transparencia a las farmacéuticas AstraZeneca y Pfizer sobre la razón de sus retrasos en las entregas de la vacuna que generan inquietud y enfado en Europa pues ya enfrenta la aparición de variantes más peligrosas del virus. La “civilizada” Europa entra en abierta confrontación con las farmacéuticas transnacionales acusándolas de “comportamiento cuestionable” por incumplir contratos de compra anticipada del biológico debidamente pagados. En consecuencia, impone candados a su pretensión de exportar la vacuna hacia Gran Bretaña. Adicionalmente, cuestiona la confianza sobre la eficacia de la vacuna pues el regulador alemán recomienda no administrarla a mayores de 65 años. El contraste, paradójicamente, lo marcan los gobiernos de dos países pobres castigados económica, política y militarmente por Estados Unidos -uno de ellos también por Gran Bretaña- que son Cuba y Venezuela; países que sorteando las adversidades que para su población representan el bloqueo económico, la imposición de sanciones económicas, y la confiscación de sus bienes en el extranjero -dejándolas en imposibilidad de adquirir las vacunas privadas- han desarrollado conocimiento científico propio para enfrentar la pandemia con resultados notablemente sorprendentes. Para nadie es un secreto que la isla es una potencia mundial de la medicina. Con sus vacunas -Soberana 01 y 02- tiene hasta hoy 21,828 contagios y 197 muertos. Venezuela, que arrastra 124,112 contagios y 1,154 muertos (https://news.google.com/covid19/map?hl=es-419&gl=MX&ceid=MX%3Aes-419) (consultado el 26/01/21) anuncia haber creado el antiviral Carvativir que neutraliza la Covid-19 en cien por ciento. El periodista Ignacio Ramonet dice: “…el año 2020 ha sido relativamente clemente con Venezuela. (…). Lo notable es que, aquí, contrariamente a lo ocurrido en casi toda América Latina y en particular en los países vecinos (Colombia, Brasil), la pandemia de Covid-19 ha sido controlada. Pocos contagios, escasa mortalidad”.

Sea el virus desgracia de la naturaleza o mecanismo ideado para la implantación forzosa de la revolución tecnológica que está transformando el modo de producción de bienes y servicios en el mundo, con sus efectos perniciosos en contagios, pérdida de vidas, aislamiento social, abatimiento de la economía nacional y familiar, degradación de la convivencia humana y sus secuelas emocionales, un reducido sector de la sociedad está haciendo el gran negocio. El acaparamiento privado del conocimiento científico y tecnológico usado para lucrar con el dolor humano, expandir el mercado a las nuevas tecnologías, y la acumulación brutal de riqueza al amparo del poder político empresarial imperial. Del otro lado, la mayoría de la población de los países resiente tan nocivos efectos en la paulatina y sostenida precarización de sus condiciones sociales e individuales de vida. El problema y el contraste acreditan, fehacientemente, que los males que afectan a la colectividad social no pueden estar sujetos a las reglas del mercado, y deben ser enfrentados y resueltos mediante las acciones y bienes del Estado.

Heroica Puebla de Zaragoza, a 01 de febrero 2021.
José Samuel Porras Rugerio

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