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El día de hoy me encuentro aquí para permitirme leerles unas letras que esconden en su trama el intersticio de la subjetividad, más estas frases que resuenan en la sombra del silencio no se tratan de definiciones arcaicas ni sentidos textuales, cada letra que ha sido puesta en esta redacción se ha elegido particularmente porque se encuentra muy arraigada a mi sentir. Para comenzar a hablar de esta, historia de subjetividad, es necesario que les cuente mi diario vivir pues de esta forma es como podrán vislumbrar que mi tarea de filósofo novato se va centrando a la realidad pues aterrizo los conceptos a la verosimilitud de la cotidianidad. Pues bien, comencemos esta perorata en torno a la percepción individual.

Mi nombre es Amaranta, tengo veintitrés años y padezco trastornos alimenticios, ustedes se preguntarán qué relación existe entre la anorexia y la bulimia y la subjetividad, más mi forma intrínseca de percepción visual corporal está sumamente vinculada a este término. El relato comienza diciendo que esas voces que me rodean, personas que circundan mi presencia, afirman verme como la representación de un ente delgado más a mis ojos, fanales de iris opacos, poseo un monumento redondo; cintura oronda, caderas anchas, piernas abotargadas. Fue ayer mientras cavilaba en silencio en la ducha que cuando mis zarpas rosaron mi abultado abdomen, percepción mía que se encuentra intrínseca hasta mi más sublime pertenencia; que me di cuenta, terrible aseveración de carácter dubitativo, de que estoy sumamente preñada de juicios de valor que no logran emerger de mi pensar hasta convertirse en relaciones de valor ¿Por qué es que hablo de juicios de valor? Porque juzgo a mi apariencia bajo el inalcanzable canon de la belleza occidental, estoy cargada de un hilo tensor que en vez de demostrar la transversalidad del hombre, denota una unilateralidad que me confina al claustro de preceptos construidos por una sociedad vanidosa donde dominan los vicios del alma. Soy parte de una corriente de masas que castiga al cuerpo para no sentir al alma, una ola colectiva que ha sido sembrada en mí por influjo de la mediatez truculenta de los medios de comunicación. Bien es sabido que cuando se padece de trastornos alimenticios es porque se tienen problemas con el acto de recibir amor pues en nuestro contexto todo acto de afecto se vincula a la comida y vomitarla es como limitarse al cariño, devolver todo el amor enfermo que está sembrado en esta sociedad.

Los trastornos alimenticios son un claro ejemplo de cómo es que el cuerpo se mira sin objetividad, deja de ser el monumento de nuestro diario acontecer para metamorfosearse es una incógnita de conocer difuso, confuso y profundamente abstruso. Te miras con unos ojos de hostilidad, el torrente que recubre con epidermis tu estructura se acecha rechoncho al espejo y te taladra en la cabeza el símil de “gordo igual a feo”, frase engendrada en tu interior por las llamas de juicios valorativos que están prestablecidos en el presente.

Si, tengo un problema con el amor y es porque no lo concibo de manera objetiva, como un imán de sentimientos que favorecen el florecer humano que se brindan las personas entre sí o como la servil copa que te puedes propinar a ti mismo. Percibo al amor que se relaciona con la comida con cierto prejuicio y es por ello que evito que el alimento se encuentre poseedor de mi cuerpo, le evito manjares a mis fauces porque así expreso la decadencia que me inmoviliza, mi inapetencia de vida; más el acto restrictivo ya había sido dado anterior a mí, soy solo una emuladora de un padecimiento que socialmente ya estaba dado.

Que paradójica es la vida mi nombre engloba en su significado la palabra alegría y más bien lo que me describe es la pena, la pena por no poder mirarme con los ojos con los que el mundo exterior me contempla, la pena de viajar en un cuerpo al que rechazo, pero sobre todo, la pena que me envuelve en una carencia de vida.

Déjenme explicarme mejor si es que mi mitologema al suplicio ha sido confuso, realmente lo que quiero que infieran de este escrito es que la subjetividad del hombre al estar cargada de juicios valorativos prediseñados en el contexto mercantil y capitalista que nos avasalla puede jugar en nuestra contra, se vuelve a nosotros arremetiendo con una fuerza que desanima y es esa individualidad nuestra la misma que nos destruye, la misma que nos somete a la soledad pero a la vez la que nos linda a los padeceres ajenos que aunque se viven de manera que dista una de otra y con intensidad desigual sigan siendo parte de un descarnizado colectivo.

Cierro diciendo, más bien afirmando, que es la subjetividad de mi percepción lo que me va a sepultar en una lápida encolerizada por no poder valorar al cuerpo más que como un arma del deseo ajeno.

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