Creo que todo mundo coincidirá en que vivimos en una sociedad que funciona exclusivamente para un pequeño sector de la población: en enero de este año, la Oxfam International reportó que “el 82 por ciento de la riqueza mundial generada durante el pasado año (2017) fue a parar a manos del 1 por ciento más rico de la población mundial, mientras el 50 por ciento más pobre –3 mil 700 millones de personas– no se benefició lo más mínimo de dicho crecimiento”. El informe también precisa que “las ganancias de accionistas y altos directivos (léase: empresarios) se incrementan a expensas de las condiciones laborales y salarios de los trabajadores”. Así de brutal. Vivimos, pues, en el capitalismo en su fase más desarrollada: el hambre de miles de millones por un lado y la opulencia desmedida de unos cuantos por otro.

Para que esta máquina funcione correctamente, a la par de la explotación de la fuerza de trabajo los teóricos del capital crearon una ideología que se han encargado de masificar: el individualismo. En efecto, tras la bestialización del hombre, durante el feudalismo, el individualismo resultó revolucionario: si cada quien trabaja por sus metas, la sociedad florecerá y todos seremos felices. Pero todos sabemos que, ahora, eso no es cierto (“Quienes nacen pobres se quedan pobres y quienes nacen ricos se quedan ricos”, confirmó hace unos días un documento del Centro de Estudios Espinoza Yglesias. La “movilidad social” es una falacia, afirma). Cumplido su objetivo de impulsar el cambio de régimen de producción, el individualismo se avocó a justificar los nuevos términos de la explotación del hombre por el hombre, y se convirtió en el más brutal egoísmo, en el “derecho” de unos para vivir del trabajo ajeno. Individualismo y egoísmo fueron reputados como la nueva religión mundial de ricos y pobres. La consecuencia es que ya nadie se preocupa por nada que no sea de su interés personal. Nadie hace nada, sin pedir nada a cambio. Los problemas de los demás nos son ajenos, lejanos y hasta molestos cuando invaden nuestro lebensraum. El hambre del prójimo se nos hace visible e intolerable cuando nos pide comida. Y el egoísmo reina en el mundo a placer. La fraternidad y la solidaridad humanas son atacadas sin tregua desde todos los frentes como las peores calamidades sociales. La sociedad es un conjunto de átomos inconexos y es, por tanto, nulificada, convertida en una abstracción carente de objetividad, cuyo único lazo de unión es la ley que defiende la propiedad privada y que debemos respetar.

El egoísmo también se alimenta de la realidad objetiva de los seres humanos: las propias carencias de cada cual lo obligan a ser egoísta. ¿Cómo compartir lo que no se tiene? Y las consecuencias están a la vista: hambre y miseria crecientes en una sociedad profundamente dividida. Y cada hombre, por sí mismo, no es capaz de racionalizar su desgracia, entenderla y, por tanto, hallarle soluciones radicales.

La salida a este círculo vicioso no tiene discusión: es urgente unir a los pobres de México y el mundo, demostrarles que su fuerza radica en su número, y es imperante educarlos, hacerles conciencia de que un mundo mejor es posible y necesario para bien de todos los habitantes del planeta tierra. Organización y educación, o, dicho de otra manera: unión, fraternidad y lucha. Esto es lo que ha hecho el Movimiento Antorchista Nacional desde hace 44 años. Así hemos luchado contra la pobreza en México y nuestros resultados son comprobables por cualquier investigador serio.

Consecuentes con esta postura, en las elecciones que se avecinan los 2.5 millones de antorchistas vamos a votar unidos y conscientes. Hemos razonado con cuidado nuestra posición y hemos exigido, como un solo hombre, compromisos concretos con el antorchismo. Se trata, pues, de un voto razonado y unido. Es, sencillamente, convertir el voto en arma de lucha en favor del pueblo humilde.

En una débil democracia, como es la nuestra, esclavizada de forma brutal por el poderoso yugo norteamericano, nuestra postura es votar por quien haga compromisos concretos, claros y precisos, para paliar la situación de las masas depauperadas en el corto plazo, en tanto formamos una fuerza capaz de tomar el poder político democráticamente, para solucionar el problema de raíz.

Esta decisión colectiva, libremente adoptada, ha sido atacada por quienes, como en la sociedad, se benefician de atomizar el voto, porque su pulverización lo convierte de arma eficaz de lucha en instrumento de dominación de las clases poseedoras, de manera que los candidatos no tengan necesidad de hacer compromisos concretos y tangibles con las colonias y pueblos, y se dediquen a hacer discursos generales, tan abstractos, que ya no los comprometen a nada preciso. El voto pulverizado, la nulificación del peso de la ciudadanía por la vía de la atomización del voto, alimenta el sistema democrático mexicano, que es deificado por tirios y troyanos: las autoridades responsables de organizar las elecciones que reputan su secrecía como la octava maravilla y los partidos políticos que ven en el voto organizado y consciente a un enemigo peligroso para sus fines de poder.

En estos tiempos de traiciones y oportunismo, así se explica que el lopezobradorismo ataque tan agresivamente nuestra decisión de no subirnos al carro de la apostasía y ser consecuentes con nuestros ideales y principios. El voto consciente y organizado exige compromisos concretos en cada pueblo, colonia, escuela, no fracesitas huecas para remediar la crisis del país. El voto nulificado por la división se conforma con discursos demagogos y generales. Y el discurso de López Obrador involucionó hace mucho tiempo del ataque a la pobreza al combate de la corrupción. Prometer que acabará con la corrupción a golpes de ejemplo es moralina ridícula y denota una gran ignorancia económica. La corrupción no es, fundamentalmente, un problema moral, sino una consecuencia de la injusta distribución de la renta nacional. Es, además, una demanda de las clases adineradas que se ven obligadas a repartir, por esta vía, el dinero arrancado en el proceso de producción. ¿Se quejan de las casas de los políticos construidas con corrupción? ¡Habrá que ver las gigantescas fortunas amasadas gracias a la explotación y el hambre de millones de trabajadores! Al hombre honrado, que vive con un salario miserable, el combate a la corrupción lo dejará con el mismo salario miserable y viviendo en la misma pobreza. Combatir la crisis económica con discursos de honestidad es tan infantil como pensar que un cáncer se cura con aspirinas. Hace 18 años lo intentó el panista Vicente Fox y todos sabemos que el experimento fracasó.

Vistas así las cosas, el combate a la corrupción que propone Morena es tan intangible como el aire. No hay, pues, nada concreto en la propuesta de López Obrador y nada nuevo que nos indique un cambio radical en la pobreza de los mexicanos. Por eso, el voto consciente y organizado, el que exige compromisos serios y reales, le estorba en sus ansias de poder. Por eso rehúye el debate de buena ley. Y así también se explica la guerra de odio, las calumnias en la prensa y las mentadas de madre en las redes sociales, desatadas contra los antorchistas del país. Nosotros sólo advertimos, desde ahora, que Morena no es la solución a los males del país, que México necesita cirugía mayor y no promesas vagas que se derrumban ante un análisis superficial. Ante los embates de ahora y los que vendrán, nos atenemos a la frase del genial Díaz Mirón: “el ave canta, aunque la rama cruja, como que sabe lo que son sus alas”.

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