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Mi generación vio en el Movimiento Estudiantil de 1968 sólo un eufemismo escolar; se leía en clase, algunos datos sobre la mesa y el siguiente tema, al menos en la instrucción básica. Claro, el modelo lo exigía de esa manera por cuestiones políticas que debido a su importancia histórica, más para quienes no sobrepasaban la estancia en secundarias federales, ahí donde me forjé.

Con el cambio obligado, ya en la preparatoria, el proceso de aprendizaje situaba como necesidad que estudiantes no únicamente se aproximaran a materiales impresos, sino convocarlo a lo que tímidamente eran debates. Sobre el tema conocía más de lo dicho –¿sugerido?–, pues la familia que me educó supo abordarlo en primera fila, al menos en la ciudad de Puebla.

El ambiente, más tarde, reflejaría las narraciones de Parménides García Saldaña o José Agustín, su contexto social –lúdico– así como la cultura general de aquella década. Todo un cosmos de posibilidades impregnado de música, vestimentas, usos y costumbres, sobre todo, lenguaje. Si bien la iconografía tuvo ron determinante durante la década, hacia el final –tras el verano del amor– cada subgrupo poseía medios de comunicarse únicos.

De esta manera, acercarse a la atmósfera de José Agustín y Parménides García Saldaña contra los hechos históricos de 1968 establecía equilibrio, al menos para un adolescente. Dichos escarceos coincidían con la elección presidencial de 2000, motivos nuevos para oír, mirar y callar. El zócalo de la ciudad repleto en mítines cardenistas que inevitablemente remitían al Movimiento Estudiantil como actos lejanos, luego de cumplirse las primeras tres décadas de Tlatelolco.

Pero como en México todo es simbolismo –la muerte misma, por ejemplo–, a manera de contradicción, cada uno tiene sus impresiones del movimiento, máxime cuando, insisto, mi generación lo vio como un eufemismo de todo, menos sus causas. Es el precio que se paga por arribar tarde a la historia, alcanzó –recuerdo– a esbozar mi maestra de Taller de Lectura y Redacción.

Es cierto, con el desfase también sucede la interpretación, enseñanza que lustros después al periodismo se encargó de ponerme en la cara. Aunque en este caso sobre el Movimiento Estudiantil de 1968 se ha escrito tanto que es difícil elegir nombres encima de otros o anteponiendo textos. Es un todo cuya crónica debe ser considerada la más importante del siglo pasado, quizás apenas superada por la Decena Trágica, que ya habrá tiempo de contemplarla como objeto narrativo.

Para ese efecto, de julio a octubre quedó marcada –es el término– la ruta que socialmente México tuvo que transitar en los siguientes años, inmerso en temores ante desaparición forzada y atenuantes que estudiosos en derechos humanos han establecido con justicia, con otros nombres o lugares que desgraciadamente fueron vividos a la postre.

Sin embargo, el Movimiento Estudiantil –sin dejar a un lado a ferrocarrileros y la suerte que padecieron– situó en la escena pública el poder de acción que adolescentes y universitarios fueron capaces de dibujar en todos los extractos, tanto sociales o económicos; maestros, amas de casa, gente apoderada y humildes trabajadores se anexaron a las marchas.

¿Marchas? Al debate, en sí, palabra aún más poderosa de lo que suele atribuirse, necesaria en la formación académica. Justamente, ese “ideal” fue atracción pura en mí al comenzar el nuevo milenio. Con las telecomunicaciones avanzando, contenidos para cada público, el tema a partir de esos días fue distinto. Treinta años no se irían por la borda cuando todavía duele, le escuché a Benito Taibo en la ahora inexistente Casa del Escritor diez años antes.

La enseñanza que a bien tuvo aproximarse a 1968 a esa edad fue reveladora: el todo por la parte y la parte por el todo, es decir, no considerar hechos aislados las movilizaciones y la tragedia de la Plaza de las Tres Culturas, ya que funciona como –nuevamente insisto– la gran crónica del siglo XX mexicano, cuyo alcance cimbró a Europa, hermanado con las resistencias en América Latina.

Si bien ser joven y no revolucionario es una contradicción, indica el espíritu de aquella década, actualmente no abordarlo termina siendo irresponsable, pues gran parte de su legado se respira en plazas públicas, al levantar el puño y caminar brazo con brazo unidos por una causa común. Estoy seguro que ese adolescente que fui compartiría la misma idea.

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