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De pensar que la soledad representa un estadio necesario en la vida del ser humano, por definición debe considerarse su antítesis, la compañía. Cómo reaccionar ante ambas posibilidades apela al carácter, necesidades, un grado íntimo que cada uno conoce y anticipa, no en la forma romántica del “amor” como expresión, al contrario, entendido mediante rasgos creativos, arte, en el mejor de los casos.

No es común que se dediquen libros para describir la “soledad” entre quienes son referentes culturales, al menos, en el siglo pasado y en lo que avanza el presente. Mucho menos que la “infelicidad” sea motivo para establecer una línea discursiva; ¿qué de interesante tiene?

En sentido estricto entender la soledad en el otro es comprender el mecanismo a través del cual funciona en nosotros; algunas veces para imitarla o evitar a toda costa repetirla, cuestiones de gusto, podría apelarse. No obstante, también en el fondo existe un dejo de inquietud cuando a la fórmula se presenta Andy Warhol o Edward Hopper.

Un par de años antes –para 2016– salió a la venta en el Reino Unido “La ciudad solitaria”, de la escritora y crítica cultural inglesa Olivia Laing. Nada extraordinario en el nombre, de no ser porque justamente ofrece a lectores puntos de vista diferentes sobre quienes se encargaron de guiar con sus obras el camino artístico actual.

Adentrarse en su comportamiento, temores, esperanzas; dejarse apropiar por sus contra-historias ofrece a quienes se acercan un sabor de boca “triste”, es decir, en cada personaje elegido sobresale lo más intenso de su concepción sobre el mundo y tratos con demás, es más, Olivia Laing termina adentrándose en su cosmovisión, no para desenterrar sentimientos encontrados, sino contemplarlos lejos de todo filtro.

Especial atención pone sobre Edward Hopper, pintor estadounidense que se caracterizó por delinear escenas solitarias, donde la ausencia roba la atención de observadores. Una de sus obras más conocidas es “Los noctámbulos”, en la cual tres comensales y un camarero aparecen en primer plano bebiendo café sobre la barra, resaltando el nombre “Phillies”.

Al respecto, el mismo Hopper –cuenta Olivia Laing– buscaba no referirse plenamente a este recurso como “estilo”, al contrario, la evasiva terminaba siendo el discurso al cual se ajustaba “tal vez, sí; tal vez, no”, cuenta la crítica que respondía.

Asimismo, no puede olvidarse que los trazos de Edward Hopper –prosiguiendo en el tema– son exitosas entre quienes, precisamente, viven esta soledad urbana que retrata. Las calles, sitios, miradas que por un momento se cruzan aunque no profundizan porque nada tienen que “decirse”.

Olivia Laing también subraya la pesadumbre de la cual el espacio físico de la ciudad abruma; por un lado las cuatro paredes que encumbran apartamentos o casas, ir y venir entre muebles y consecuencias impactando directamente; de la cama a cocina y viceversa; escalones o la calle, al punto que el paisaje es elemento más.

Para la autora, Nueva York es la ciudad donde todo ocurre, las cumbres de concreto familiares, sus avenidas que circundan ante la indiferencia el impacto entre vida y muerte; sueños o esperanzas. Es interesante cómo ahora el lugar implique dramáticamente en la personalidad de quienes la dibujan. Así lo establece apuntando hacia esos artistas.

Olivia Laing asegura que la mesa tibia es un refugio para quien se encuentra solo ya que es, al final, un sitio para refugiarse, sin embargo, exhibe la desconexión latente que prolifera en la ciudad. Ella lo entiende, mientras menos contacto físico se tenga con el otro, menores son las posibilidades para salir del estado de confort.

En contextos más cercanos, la Ciudad de México influye en dicha percepción; miradas, pasos, la premura del tiempo y su consecuente “no salida”. El Centro Histórico, la muerte a flor de piel. Es imposible no identificarse con el ambiente que propone Olivia Laing no sobre quienes experimentan soledad, sino ésta como un homenaje a la ausencia y desesperanza.

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