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Corría abril de 1994; era el año que definiría el rumbo social y político de México, de “coyuntura”, como se expresan algunos. Pita Amor yace en su casa, enferma, dista el ambiente entre medicamentos y quienes la acompañan. Cohabitan en un edificio de nombre “Viscaya”; no es la joven sensual que sedujo a Alfonso Reyes o cautivó lienzos, pero no deja de expresarse a su antojo.

Para esos días cumpliría 74 años –toda una vida– de caminatas, crítica, letras, pasiones, todo lo acumulable en su memoria; pero sí, vivaz. La “undécima musa”, como la nombró Salvador Novo, entregó una afirmación invaluable a Ana Cecilia Terrazas, su entrevistadora, en cuanto a Octavio Paz: “No es poeta”.

No bastaba con el detalle de sus palabras, porque Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein sabía cuándo subrayar argumentos: “Virrey perpetuo de Paquistán”. Afirmaba que el Nobel mexicano, a pesar de considerarlo un hombre universal no tenía nada de poeta “y esa es su amargura”, remataba.

¿Quién, si no Pita Amor, tenía la calidad moral y literaria para soltar tal afirmación? Sobre todo, ¿quién puede –a la fecha– contradecirla? De ese poder es su legado, íntegra visión que no acapara en alguien que simplemente tuvo todo en las manos. Cada estado de ánimo trascendía en ella; pasaba de la tristeza inmediata a una vehemencia que bien pudo confundirse con locura. Lo entendió sin remedio, porque únicamente al tiempo no se le gana.

Cuando las fuerzas del cuerpo no la abandonaban, la poetisa solía contar la manera cómo –una vez iniciado el viaje– nunca dejó de escribir. De noche, una de tantas, inmensamente joven, sobre una hoja comenzaba a delinear sus primeros versos con un lápiz labial. Los motivos simplemente se escabullen en la memoria; lo importante es que a partir de ese instante el ejercicio literario no quedaría exento de su firma.

Fiel a la educación conservadora, Pita Amor debió estudiar su instrucción básica en escuelas religiosas, donde transcurrió la mayor parte de su infancia, de ahí que el ámbito católico fuera dominante en su vida, al menos la privada, donde acostumbró tener efigies de la Virgen de Guadalupe, tanto en su dormitorio como en los espacios comunes. Le gustaba que estuvieran a la vista.

Precisamente, parte de su educación conservadora provino del lugar social que mantuvo su familia, de antiguos aristócratas que corrieron igual suerte que el resto al término de la Revolución. De ahí que pudo compartir experiencias con integrantes del grupo de Contemporáneos.

No es gratuito que Salvador Novo la tuviera en estima al grado de proveerla con el sobrenombre de “undécima musa”, aunque expresión a bien ganada. El poeta no asentía a regalar comentarios de esta clase si no consideraba necesaria, aunque el motivo no era un simple adorno, pues su estilo y aporte la familiarizaban con Sor Juana Inés de la Cruz.

Inclusive, ya inmersa en el ambiente cultural de principios del siglo pasado, se ganó el respeto de otros, Xavier Villaurrutia, entre ellos. Su carisma sensual también fue decisivo para que Diego Rivera o Roberto Montenegro –enamorados en ciernes– la retrataran, la hicieran parte del imaginario colectivo que al cual pertenecen María Félix o Gabriela Mistral, su amiga.

Extravagante al límite, como la solía recordar Elena Poniatowska –su sobrina–, lo mismo acudía por las calles entre el glamur y la provocación recitando poemas de la monja que andando con escotes a la vista de quien se dejara, atrevida, alcanzó a testimoniar Elvira García.

Pero el hecho que sobre esta vorágine de pasajes y recuerdos, Pita Amor estimó públicamente a los Contemporáneos. Si bien aceptaba que sus maestros –como la mayoría de su generación–fueron Enrique González Martínez o el mismo Alfonso Reyes, con énfasis insistía en Xavier Villaurrutia “con la rueca de acero y de hierro lo hilado”, tal cual definía.

No es difícil de entender que éste haya sido complementario en su vida cultural, ya que resta la anécdota que durante su sepelio Pita Amor leyó su poema cumbre, “Décima muerte”, símbolo de la perfección. Tampoco, que a cien años de su nacimiento, la obra de Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein siga atrayendo miradas y provoque nuevos acercamientos. Ella, como pocas autoras, cambiaron el rumbo de la literatura mexicana del siglo XX; su memoria es actual y deslumbrante que obliga a traerla sin recelos al presente que ayudó a forjar con su sola presencia.

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