Columnistas-MarcoAntonioRoviraTorres

Aunque formalmente no han dado inicio las campañas electorales, es de todos sabido que estas ya se encuentran más que encarriladas, por lo que los golpes bajos están a la orden del día.

Las descalificaciones y los señalamientos se han convertido en un recurso común para quienes contienden o aspiran a algún cargo, lo que ha dado pie a campañas de “guerra sucia” que, faltando a la verdad, hacen gala de poca imaginación y bajos escrúpulos en el afán de influir sobre el voto del electorado, ya sea a favor o en contra de tal o cual candidato o candidata.

Por supuesto, se trata de una medida que por ser desesperada tiende a enfocarse más hacia los candidatos competitivos, como es el caso de Andrés Manuel López Obrador, quien en estos días ha sido relacionado, sin prueba alguna, con intereses petroleros rusos, mismos que supuestamente buscan allegarse petróleo mexicano favoreciendo al tabasqueño en su carrera hacia la presidencia, tal ha sido el mensaje difundido por vía telefónica en Puebla desde números misteriosos a diversos ciudadanos en la presente semana, esto a unos días de que el líder de Morena inicie una gira por la entidad.

El contenido del mensaje, además de resultar tremendamente pobre en cuanto a originalidad o coherencia, tiene la gracia de parecer como sacado de otra era, cuando se acusaba a toda persona vinculada a la izquierda –ya sea que el vínculo fuese real o imaginado− de ser un agente al servicio de los intereses rusos, en ese entonces soviéticos, con el propósito de llevar al país al comunismo e instalar aquí la dictadura del proletariado. Uno pensaría que la Guerra Fría ya es cosa de ayer, pero como suele suceder con el pasado, sus ecos llegan hasta el presente, dejando ver que de ninguna manera se trata de un tema superado.

Más allá de especular sobre el autor o autores de esta ocurrencia, me gustaría destacar tres aspectos que valdría la pena analizar a partir de este ejemplo.

En primer lugar, la pobreza del debate y las propuestas de los diversos candidatos y pre-candidatos en general. Sin importar el partido o si van por la figura de “independientes”, la realidad es que hasta ahora la falta de ideas y programas claros y bien argumentados ha sido la norma entre quienes aspiran a algún cargo. Los grandes problemas nacionales como la inseguridad, la corrupción, el encarecimiento de la vida, el aumento de la violencia, la destrucción del medio ambiente, la precaria situación laboral de la mayoría o la relación con los Estados Unidos, por mencionar sólo algunos de los principales, han encontrado generalmente propuestas de solución vagas y hechas más de buenas intenciones que de planteamientos serios. Ante la falta de un verdadero debate de propuestas con la sociedad, éste va siendo sustituido por las descalificaciones, las mentiras o los ridículos –me refiero a absurdos de mal gusto, como el de Ricardo Anaya o Movimiento Ciudadano y su utilización de un grupo de músicos indígenas para promocionarse−, mientras lo central queda de lado.

De los pocos que han hecho hasta ahora algo más cercano a propuestas no oficiales para resolver algunos de estos problemas, podría mencionarse al propio López Obrador, quien ha ido presentando a quiénes serían los miembros de su gabinete en caso de ganar, o también la pre-candidata del movimiento zapatista, Marichuy, quien ha insistido en un discurso que tome en cuenta a los pueblos indígenas, lanzándose en contra del sistema patriarcal y autoritario que impera en México; pero difícilmente podría decirse que este tipo de ideas equivalen a propuestas como las que se requieren.

Otro aspecto que puede destacarse es la incapacidad o falta de voluntad de las autoridades, quienes tienen la obligación de sancionar y perseguir este tipo de trapacerías. Ni el INE, ni la Fepade ni los demás órganos que tendrían que actuar en éste y otros casos parecen estar verdaderamente dispuestos a cumplir su función, por lo que con su omisión e incapacidad terminan fomentando este tipo de actos ante la evidencia de que no habrá castigo de por medio para quienes realizan estos excesos, que en este caso claramente constituyen un acto difamatorio, cuando menos. En última instancia, la situación de las autoridades electorales no es más que un síntoma de la parálisis y falta de voluntad política que aqueja de forma general al Estado mexicano.

Pero además de la pobreza del debate y la omisión de las autoridades está el tema de lo perverso del asunto. Este tipo de campañas buscan influir en la preferencia electoral y política de los ciudadanos apelando al miedo y los prejuicios como un arma que permite manipular las emociones políticas para lograr determinados fines. Cuando el miedo comienza a ser usado de manera descarada como forma de amedrentamiento e influencia sobre la sociedad, se corre el riesgo de que este tipo de prácticas se conviertan en “normales”. En un sistema democrático –o que al menos aspire a serlo− semejante situación resulta inaceptable. Los regímenes totalitarios del siglo pasado y presente, así como la Literatura al respecto, nos advierten de los extremos hasta los que puede llegar una sociedad en la que el miedo se convierte en una de las normas de la convivencia social y política.

Cierto es que este tipo de campañas no son privativas de México, pero no por ello debería aprobárseles calladamente como si de un gran progreso para la humanidad se tratara; antes bien, el ejercicio libre y democrático de nuestros derechos, con base en información verídica y plural, debe seguir siendo un imperativo del sistema que vaya más allá de las palabras.

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