Columnistas-MarcoAntonioRoviraTorres

México es un país altamente corrupto, eso nadie lo duda; pero esta realidad se torna abstracta cuando no se vislumbran los alcances de la misma con ejemplos prácticos, los cuales también pueden servirnos para tener una idea de hasta dónde puede llegar la corrupción dentro del sistema.

Relacionar este tema con materias como obras públicas o gastos de campaña suele ser común y nos hace mucho sentido, aunque la realidad es que la corrupción está tan extendida dentro del sistema político y económico de México que ésta también alcanza otros rubros, incluso algunos que poca gente sospecharía que se pueden prestar a ello, tales como el mundo de la cultura, las exposiciones y los museos.

Como ejemplo pueden citarse las revelaciones publicadas por el periódico LADO B en Puebla, quienes a través de una investigación reciente mostraron que el curador de la exposición de Picasso, traída con recursos públicos a la galería del Palacio Municipal, Rafael Sierra Villaécija, está relacionado con una red de corrupción y desvío de recursos públicos en España, más particularmente con escándalos en torno al Instituto Valenciano de Arte Moderno, donde al parecer las cuentas simplemente no cuadran y hay numerosos indicios de malos manejos presupuestales.

Hasta el momento, no hay una respuesta clara por parte de las autoridades poblanas en la materia, quienes se limitaron a afirmar que por su trayectoria y logros profesionales decidieron contraer los servicios del curador –la persona encargada de construir el discurso y la selección de obras que se exponen a diversos públicos−.

Si asumimos que México es un país donde la corrupción es un mal sistémico y endémico que aflora en todos los niveles de gobierno y en todo tipo de dependencias, como puede valorarse a partir de estudios en la materia llevados a cabo por organizaciones como Transparencia Internacional (TI) o Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI), ¿por qué no habríamos de pensar que el mundo de la cultura, el arte y los museos está también contaminado por este vicio de nuestra cultura política y nuestra administración pública?

Cuando se piensa en el ámbito de la cultura es común que se aprecie al mismo como un medio exento a ciertas prácticas o vicios que se creen más propios de lo que es puramente político o económico, error de percepción que se funda en una visión romántica de la cultura y de algunas de sus instituciones, como los museos o las galerías.

El que estos espacios sirvan para el deleite y la contemplación de obras artísticas o culturales no debe engañarnos, haciéndonos creer que tras esa fachada se esconden únicamente virtudes de nobleza excelsa.

Por el contrario, al igual que otros espacios de poder y toma de decisiones, en los que se manejan fuertes cantidades de dinero con un amplio margen de discrecionalidad y opacidad, las instituciones culturales, como los museos, pueden ser también lugares donde aniden prácticas corruptas y deshonestas.

Esta posibilidad explicaría, al menos en parte, cierta manía de distintos gobiernos a gastar dineros públicos −a veces en cantidades verdaderamente exorbitantes−, en la erección de museos o el montaje de exposiciones.

Si nos detenemos a pensar un poco en los múltiples gastos millonarios que se pueden desprender de este tipo de iniciativas –tan sólo en aspectos como traslado y renta de obras, seguros para las mismas, montajes museográficos, publicidad, etcétera−, así como en la escasa rendición de cuentas más la alta discrecionalidad con que suele operar el sistema político mexicano, notaremos que, independientemente de la supuesta “nobleza” o “pureza” que se quiera atribuir al medio cultural, hay no pocos motivos para sospechar que ahí también podemos encontrar corrupción y conflictos de intereses.

El que la corrupción pueda estar coaligada a fines culturales o educativos no hace de ésta que sea menos inmoral o perjudicial para la vida pública; sea cual sea el fin que la justifica, ésta debe perseguirse y rechazarse por parte del Estado y la sociedad, respectivamente, en aras de construir un sistema donde los proyectos públicos no se desvirtúen por intereses mezquinos y donde las instituciones, tan desesperadamente necesitadas hoy en día de credibilidad, sean capaces de tener cierta legitimidad entre la ciudadanía.

Esperemos que en el caso de la exposición Picasso y del señor Rafael Sierra, sociedad y gobierno hagan su parte y no menosprecien el asunto por inercia o por falsas perspectivas sobre la materia; pero, más allá de esta cuestión concreta, ojalá que aprendamos a ver críticamente la actuación de nuestras instituciones culturales y el medio en que se insertan para su mejor funcionamiento.

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