Columnistas-MarcoAntonioRoviraTorres

Mucho se ha señalado lo beneficioso que puede ser la actividad turística como fuente de ingresos y palanca para el desarrollo de comunidades y países enteros.

Sin embargo, la invasión de hordas de turistas puede ser también un factor de riesgo que ponga en entredicho la viabilidad misma del patrimonio cultural y natural de las comunidades, además de que puede acabar con estilos y formas de vida tradicionales. De ahí que sea cada vez más común encontrarse con sitios donde el acceso se hace restringido o de plano se prohíbe.

A pesar de ello, la verdad es que en México pocas veces parece pensarse enserio en proteger nuestros ecosistemas y monumentos, permitiendo su rápido deterioro a cambio de ganancias rápidas, que no sólo benefician a las comunidades –a veces de hecho ellas son las que menos se benefician−, sino también a grandes complejos turísticos, nacionales y transnacionales, así como a una buena cantidad de políticos de distintos niveles que se ven ungidos con los recursos que estas actividades generan.

En nuestro país un ejemplo claro de los excesos a los que se puede llegar con el turismo es el puerto de Acapulco. Aquel que fuera un símbolo de la modernidad alemanista que se estaba construyendo en los años cuarentas, es hoy una de las ciudades más inseguras de México, con altos índices de narcotráfico, prostitución infantil, robo y secuestro, entre otras calamidades. Una ciudad a la que cada año llegan miles de dólares provenientes del turismo desde que se convirtió en centro recreativo internacional, pero que a pesar de ello y fuera de la zona costera y hotelera, exhibe altos niveles de marginación y pobreza para sus habitantes. Y eso por no hablar de deterioro ecológico que ha sufrido la bahía y sus playas a lo largo de sus más de 70 años de servicio turístico.

Recientemente se dio a conocer otro ejemplo de devastación turística, esta vez en la pequeña isla caribeña de Holbox, frente a las costas de Quintana Roo. Un pequeño paraíso natural que hasta hace unos años había vivido en relativa calma; pero una vez que el turismo echó su ojo sobre la apacible isla y comenzó a desarrollar servicios e infraestructura para sus necesidades en ella, la vida aquí cambió, no sólo para bien.

Enfrentada a un problema de saturación poblacional y a una carencia importante de servicios básicos como drenaje, agua potable o electricidad, la isla de Holbox ha tenido que amenazar esta semana con cerrar sus puertas al turismo, al menos por una temporada, para tratar de resarcir parte del daño y contaminación que ha acarreado este turismo salvaje y depredador sobre la isla.

No se trata de condenar al turismo ni de negar su importancia económica; pero debemos ser conscientes de que tan importante como esos ingresos es la sustentabilidad de nuestros recursos naturales, patrimoniales y sociales. De lo contrario seguiremos el mal camino que nos muestra el ejemplo acapulqueño, donde al cabo de unas cuantas décadas un paraíso puede terminar convirtiéndose en infierno.

Evitar esto es labor indiscutible de las distintas autoridades mexicanas, quienes se supone deberían velar porque no se afecte sobremanera la riqueza nacional ni la vida de las comunidades por las actividades turísticas, pero es también una responsabilidad ciudadana. Debemos comenzar a entender lo que en otras partes del mundo, sometidas a fuertes dosis de derrama turística, han entendido ya hace tiempo, es decir, que del turismo no todo son bondades ni efectos positivos, y que no hay ganancia que valga a cambio de la destrucción de nuestras playas, bosques, ríos, pueblos y patrimonio.

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