Columnistas-MarcoAntonioRoviraTorres

Es mucho lo que puede decirse a raíz de las elecciones celebradas el domingo pasado en el estado de México y otras entidades de la República. La verdad, es que se trata de un asunto importante, pero en el cual los ciudadanos tenemos muy poco que decir.

Si algo quedó demostrado con estos comicios, es que en México la democracia se entiende como un mero trámite. A pesar de la montaña de evidencias sobre corrupción, desvío de recursos, violencia política, utilización de programas públicos con fines electorales, irregularidades en las votaciones, y un largo etcétera, ni las autoridades electorales, ni los partidos o los gobiernos, dieron muestra alguna de tomar cartas en el asunto, permitiendo que las elecciones fueran un lodazal en el cual todos los candidatos y partidos salieron embarrados.

Queda claro, entonces, que la competencia justa y equilibrada no existe y que cuando sea necesario todos los recursos del Estado podrán ser usados a favor de tal o cual candidato de forma cínica y flagrante.

Ante ese panorama surge la pregunta de cuál es el sentido de hacer elecciones, si al final se va a buscar imponer por todos los medios posibles a los candidatos y partidos que mejor convengan.

Así, mientras elecciones van y vienen, los ciudadanos seguimos padeciendo inseguridad, falta de trabajos y salarios dignos, extorsiones y corrupción, aumento en los costos de vida, y un sinfín de penas que ninguna elección ha resuelto realmente, demostrando así que en muchos casos la alternancia de un partido a otro no es más que un cambio superficial que poco o nada impacta en la vida de la gente común.

Presos de una partidocracia que pone enormes trabas a la genuina participación ciudadana en la política, y sometidos a las decisiones o arreglos que los grupos de poder económico y político dominantes toman sobre cuál debe ser el resultado válido en los comicios, a los ciudadanos sólo se nos considera como votantes cuyo trabajo se resume en acudir a las urnas. El resultado, sin embargo, lo deciden ellos, los poderosos.

Se trata de una gran simulación, hacer de cuenta como que existe democracia porque se celebran elecciones; como que hay instituciones ciudadanas aunque estén al servicio de ciertos partidos y políticos; como que hay libertad de expresión cuando se asesina impunemente a periodistas. Toda una cultura de la simulación que se conformó con el régimen pervertido que se hizo del poder después de la Revolución Mexicana, cultura que el PRI hizo suya en sus mejores años para contagiarla después a los demás partidos. Una simulación que, por cierto, nos ha costado millones y millones de pesos durante todos estos años, mismos que no han servido más que para reproducir el sistema sin alterar demasiado sus bases.

Llegar a tan desesperanzadora conclusión nos arroja hacia un panorama terrible hacia el 2018. Si el sistema no está dispuesto a escuchar a los ciudadanos y a permitir que la verdadera oposición –no la oposición a un partido, sino a un modelo de país que se ha venido construyendo desde los años ochenta del siglo pasado− llegue al poder, entonces no hay motivos reales para creer en la existencia de algo tan fantástico como “la democracia mexicana”, lo que demostraría, en última instancia, que el sistema político y económico no está dispuesto a cambiar de rumbo, a pesar de las numerosas evidencias de su fracaso para las mayorías. Esto supone que el régimen es incapaz de regenerarse por la vía pacífica y democrática.

Si las elecciones, que son el elemento básico para la transformación política pacífica de un régimen, no sirven ni se hacen para respetar la voluntad popular, entonces pareciera que no queda otra vía más que darle una sacudida al sistema que barra con los elementos que lo sostienen y lo han hecho posible.

Pasó con el régimen colonial y con el porfirista, por mencionar algunos ejemplos de cómo ciertos regímenes no han sabido permitir los cambios profundos necesarios en el momento adecuado, aferrándose a mantener el statu quo que beneficiaba a ciertos grupos, hasta que su necedad llevó a una situación insostenible, misma que terminó por causar su derribe por medio de la violencia.

México no puede seguir viviendo en la simulación. Si los poderosos se niegan a reconocer la soberanía del pueblo y a mantener ciertas premisas básicas de sana competencia y convivencia democrática en la lucha por el poder, se arriesgan a jugar con fuego, y el que juega con fuego, como se sabe, puede quemarse.

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