Po Verónica Mastretta
No he sido mucho de ir a fiestas y esas cosas. Entre otros motivos, porque a veces me tomo no solo las bebidas de la fiesta, sino la fiesta en sí. Muy peligroso, pero también muy ilustrativo, aunque he preferido sociabilizar con quien me voy encontrando en la vida cotidiana.
En mi entorno familiar me consideran rara por departir con todo dios, por hacer migas con el de junto en la fila para entrar al cine, por sostener una larga conversación con alguien que acabo de conocer en el mercado o por establecer lazos de amistad e intercambiar información con quien me ayudó a levantarme después de caerme a media calle. Es una cualidad y un defecto que ha terminado sumando a mi favor, porque es así como he conocido personas extraordinarias que de otro modo jamás habrían tocado mi vida.
Hace un tiempo fui a una inesperada fiesta, ineludible por el entusiasmo del convocante, que me colocó un miércoles entre muchas personas que hacía mucho que no veía. Esa fiesta de verdad me resultó fantástica. Me senté en una mesa en donde no pudo haber más risa ni mejor humor y, sorpresivamente, junto a mí, un amigo al que no había vuelto a ver desde que trabajamos juntos en proyectos de construcción de mejor ciudadanía. Quimeras de esas que me encantan. Un gran tipo, y su señora igual.
Personas de las que siempre ayudan, de las que saben tener solidaridad con causas que otros considerarían perdidas, de las que dan donativos con una mano y la otra jamás lo recuerda. Entre copa y copa retomamos el hilo de las vidas de cada uno y, como quien no quiere la cosa, acabamos hablando de uno de sus hijos que se quedó ciego a raíz de una enfermedad que oxida la retina.
El proceso de esta enfermedad es lento, dura unos cuanto meses o años, no tiene remedio, y al final la ceguera es total. Su hijo presentó los primeros síntomas a los 16 años y hoy, a los 30, es totalmente ciego. Pero Jorge y su esposa no habitan en el valle de los lamentos, es más, dudo que lo conozcan. Solo en momentos fugaces observas una emoción especial al hablar del tema. Nada más.
Ahora saben mucho acerca de la ceguera y de lo que ese grupo de seres vulnerables necesita. Su hijo estudiaba la preparatoria cuando empezó a perder la vista, pero la terminó e hizo su carrera en la universidad jesuita de Puebla. La tecnología fue su aliada, y mientras la luz se iba de sus ojos para siempre, aprendió a trabajar con una computadora a la que manda con la voz.
Su hijo- dicen ellos- es un afortunado porque tiene estas herramientas modernas que lo ayudan a llevar una vida normal, y además, tuvo la suerte de haber visto durante 16 años. Hay otros niños que nunca sabrán lo que son los colores o un paisaje.
Trabaja y es independiente. Es más- me dijo Jorge- mi hijo ya no sabe si se adaptaría de nuevo a ver, porque ha aprendido a dominar el mundo de una nueva manera.
No sé si estos papás se dan cuenta de lo extraordinarios que son ellos y su hijo. Hablan de él con la naturalidad con la que yo hablo de mis hijos. No hay pena ni compasión en sus referencias a él. Están tan trabajados internamente que hablar de la ceguera de su hijo es para ellos como para mí hablar del color del pelo de los míos.
-¡Caray!, pensé- Y luego como papás nos andamos quejando de que si la hija nos salió demasiado auto suficiente o que si la otra debió estudiar canto y teatro y no lo que ahora le parece una ciencia menor, o que si el hijo resultó demasiado soñador, como si la salud y la vida no debieran agradecerse cada día.
Dentro de la plática salió que un grupo de muchachos ciegos estaban buscando un lugar adecuado para jugar futbol. -Y aquí la preguntona no podía fallar -¿Pero cómo es que juegan? ¿En dónde? ¿Cómo le hacen?-. Juegan- me dijo Jorge- en canchitas de 20 metros por cuarenta, con unos muros que impiden que la bola salga de la cancha. La bola está llena de cascabeles y se guían por el ruido que va haciendo al rodar; el piso de la cancha es de cemento pulido para que la bola suene más y la cancha debe de estar en un lugar silencioso.
-Estamos buscando un lugar bien comunicado y popular, para que los muchachos puedan llegar en transporte público. -¿Y ya tienen el lugar? Igual podemos buscarlo juntos, – le dije yo. -Pues mira, que te hable mi hijo, él es el del proyecto. Así de natural y hasta ahí la plática.
Luego cambiamos suavemente de tema y agarramos una jarra fenomenal todos los de la mesa. Días después entró a mi celular una voz joven parecida a la de mi amigo. Una voz optimista y segura. Una voz con luz en los ojos, en los oídos, en la lengua, en todo él. Platicamos un breve momento pero me quedó la certeza: tendrá su cancha de futbol, jugará y hará mucho más que otros que quizás pasen gran parte de su vida viendo estupideces en la televisión, tendrá una vida plena, hará plena la de otros, porque, a diferencia de muchos que están ciegos sin serlo, el ve mucho más allá de sus pupilas, él es de los ciegos que ven y hacen ver a los que sin ser ciegos, actúan como si lo fueran.
Hace unos días, recordando su caso, tres personas empezamos a trabajar en conjunto con la Secretaría de Desarrollo Social Federal un proyecto modelo para dar accesibilidad y servicios en parques públicos a personas no solo ciegas, sino con alguna discapacidad. Ojalá que con la ayuda de personas como las que aquí menciono, nuestra propuesta sea viable.
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