Las formas en que se organiza el espacio público, se administra, y se dan las relaciones de las personas que lo habitan, pueden considerarse indicadores del nivel de desarrollo de cada sociedad.

Si aplicáramos esta idea a la ciudad de Puebla hoy en día, nos encontraríamos con que el panorama dista mucho de ser “desarrollado”. No faltarán quienes, quedando bien con el gobierno actual, procuren advertir que la angelópolis ha sufrido cambios provechosos que definitivamente la han transformado en cuanto a su paisaje y morfología.

Eso es cierto, pero también es cierto que cualquier persona que haya vivido en esta querida ciudad, por al menos diez años, puede recordar los ritmos y tiempos que implicaba antes moverse y realizar actividades, los cuales distan mucho de los actuales. En resumidas cuentas, aunque tengamos más puentes, luces de colores por las noches, norias y teleféricos, esta ciudad se ha vuelto cada día más caótica y difícil de vivir.

Lejos quedaron los días en que la ciudad y su crecimiento trató de obedecer a un plan cuidadoso para representar la perfección del urbanismo renacentista en el Nuevo Mundo, cuando fue creada en 1531.

Tras largos y penosos años en los que siempre hubo problemas básicos que atender –muchos de ellos siguen siendo los de ahora, como el asunto de la limpieza pública, o el cuidado de jardínes−, la ciudad empezó a desbordar sus límites originales de forma clara hacia la década de 1930, y desde entonces, no ha parado de crecer, de arrasar los recursos naturales de su entorno, de masificarse y hacerse problemática.

Además del natural crecimiento de la población, esto ha sido el resultado de políticas urbanas descuidadas, caprichosas, y a veces francamente sin sentido, que han permeado administración tras administración, sin importar el partido ni el color, y tanto gobiernos estatales como municipales han aportado su parte en este sentido.

Para muestra baste pensar en el Centro Histórico y sus transformaciones recientes. Desde el gobierno de Luis Paredes Moctezuma, parece que colocar macetas, alumbrado en el piso y las fachadas de los edificios históricos, casetas telefónicas, quioscos de periódicos y revistas, y cualquier otra cosa que se les ocurra a los representantes en turno –elementos que por cierto no han sido gratis−, es una especie de deporte trienal y sexenal, que además sólo toma en consideración algunas zonas del centro: desde la 8 oriente hacia el zócalo, y de ahí hacia el boulevard 5 de mayo, así como del zócalo hacia el Carmen, principalmente.

Mientras tanto, se dejan casi abandonadas a otras que quedaron en manos del comercio ambulante y el deterioro del tiempo, por ejemplo, a partir de la misma 8 oriente-poniente hacia la 18 en el mismo sentido, y aún más allá. Tenemos unas zonas derruidas y francamente marginales con otras donde todos los días es cada vez más difícil poder moverse y hacer actividades debido a la enorme presencia de personas –especialmente fines de semana− y de toda la parafernalia e infraestructura absurda o mal hecha que nos roba espacio a los peatones.

De seguir este camino, pronto la ciudad se volverá una trampa caótica que nos asfixiará en muchos sentidos, haciendo no sólo menos placentera la vida aquí, sino también más costosa e insegura. Si no me cree, piense tan sólo en la Ciudad de México, o en las otras grandes como Guadalajara o Monterrey, los espejos en los cuales debemos reflejarnos para evitar semejante desastre.

Ojalá que la administración actual y los gobiernos sucesivos se den cuenta de que la ciudad es más de lo que ellos creen, que tiene una historia e identidad propia que se refleja en su paisaje más primigenio, y que el urbanismo no es un juego ni un negocio, sino una tarea seria para el presente siempre adelantándose a las necesidades del futuro.

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