Por Marco Antonio Rovira Torres

Enrique Peña Nieto se encuentra ante un dilema difícil de resolver: negociar con el magisterio disidente, lo que implicaría echar atrás buena parte de una reforma que interesa mucho al gobierno y a ciertos grupos de poder; o imponerla por los medios que crea convenientes, incuso por el uso de la fuerza.

Esta nueva crisis que atraviesa la administración presidencial no sólo está afectando la imagen de Peña Nieto ante buena parte de la opinión pública nacional y extranjera, sino también a la de prominentes miembros de su equipo, mismos que se cree aspiran a sucederle en un eventual triunfo del PRI en las elecciones de 2018, tal es el caso de Miguel Ángel Osorio Chong, el secretario de Gobernación, o Aurelio Nuño de la SEP.

El tema de la reforma educativa y la oposición magisterial –principalmente de los maestros de la CNTE, aunque no únicamente de ellos– ha polarizado a la opinión pública en dos extremos; por un lado, los que defienden la reforma como necesaria, mismos que están hartos de la oposición magisterial y algunas de sus tácticas para ser escuchados o vistos –bloqueos de carreteras, manifestaciones, connatos de violencia en algunas zonas o protestas–, y los que ven a la reforma como una parte más del proyecto neoliberal de abaratar la mano de obra y facilitar los despidos a través del tema de la evaluación docente, asunto por el cual muchos no dudan en pensar que más que una reforma educativa, se trata de una reforma laboral del sistema educativo. 

El conflicto lleva ya un par de años, pero en estos días se ha complicado de forma inquietante a raíz del asesinato de entre 8 y 11 personas –las cifras varían según la versión que se tome– durante una manifestación en Nochixtlan, Oaxaca, misma en la que elementos de las fuerzas del Estado usaron armas para atacar a civiles que protestaban. A partir de estos hechos se volvió a encender la alarma por el tema de la profunda crisis de Derechos Humanos que atraviesa el país, situación particularmente sensible a raíz de los trágicos hechos de Iguala en septiembre de 2014.

No es la primera vez que un gobierno priista enfrenta un desafío importante por parte de algún sector social descontento. A veces se llega a los acuerdos y la negociación, pero dada la naturaleza autoritaria de nuestro sistema político y del PRI, ha sido más común que cuando los problemas empiezan a salirse de las manos del gobierno, se busque resolver los conflictos a través de la cooptación del movimiento y sus líderes a cambio de prebendas para los mismos y sus allegados, o a través de la represión abierta, como sucedió con los estudiantes en octubre de 1968, y nuevamente en 1971.

La situación se torna más difícil porque en este caso el magisterio ha optado por una actitud combativa ante la falta de atención que ha merecido desde el inicio en el tema de la reforma, aunado a que han sido sometidos por el gobierno y buena parte de los medios de comunicación a distintas formas de hostigamiento y coerción. En esta encrucijada el gobierno del presidente parece tener cuatro opciones. Una sería tratar de contener la situación y esperar a que el tema pase de moda, que se desgaste la fuerza y el apoyo a los maestros. Otra sería entablar un verdadero diálogo y negociación con los profesores para incorporar al menos una parte de sus demandas a la reforma, lo que daría un enorme disgusto a varios políticos y empresarios. Las últimas dos serían las ya descritas, es decir, cooptar o reprimir, y hasta el momento los ensayos en este sentido han resultado contraproducentes.

Parece que Peña Nieto y su equipo vuelven a topar pared ante el profundo malestar que aqueja a buena parte de la sociedad, mostrándose incapaces de atender la crisis. Si no es a través de la negociación democrática y abierta para escuchar y atender a los afectados más directos de la reforma, que son los maestros, cualquier otra posible solución resultará perniciosa tarde o temprano no sólo para Peña Nieto, sino para la frágil democracia que se ha buscado construir desde el año 2000.

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