En las afueras de mi casa, bajo los calores de mayo, valoro la presencia de los grandes árboles que nos regalan su fresca sombra aireada y ligera, tan ligera que se agradece por la paz que brindan. He caminado bajo su sombra muchas veces, he apreciado las distintas etapas por las que atraviesan a lo largo del año y, cada fase, me gusta. Andar por la tierra, cubrirte de los rayos del sol, tomar agua, comer algo que te agrada, lavarte las manos, los dientes, es algo común que hacemos cada día.

Sin embargo, cuando nos remontamos a más de 500 años atrás y nos ubicamos en el mar abierto, para ser específicos, en aquellos aventureros como Cristóbal Colón que se lanzaron al impresionante océano Atlántico, partiendo del Puerto de Palos con dos carabelas, una nao y 90 hombres, pocas veces nos preguntamos acerca de cómo se vivían esos viajes, qué comían, que bebían esos viajeros bajo los ardientes y castigadores rayos del sol y la brisa salada que se adhiere a la piel para carcomerla con lentitud hasta quemarla.

Sean cuales fueran los intereses de cada navegante, todos debían alimentarse y mitigar su sed, pero, ¿con qué? Lanzarse en este tipo de hazañas implicaba un duro y, en ocasiones, agotador tipo de vida, bien que a veces valía más la paga o la huida de algo, que permanecer en tierras conocidas, sin por ello descartar el hambre de conocimiento y descubrimiento de algunos almirantes como Colón.

José Luis Muñoz, en una de sus novelas, menciona parte de las provisiones de la primera travesía, para un tiempo incierto. Así nos refiere la presencia de ciertas legumbres como los garbanzos o alubias, cecina, bizcocho o galleta y vino en lugar de agua por el mínimo tiempo de vida saludable de ésta.

Alimentos a los que también alude Daniel Balmaceda, añadiendo tocinos, sardinas, anchoas, quesos, ajos y cebollas para condimentar, y aún estando en mar, del océano, no siempre se obtenían buenas piezas de pescado. Se trataba de una cocina del añejamiento, de un tipo de gastronomía a la que estaban acostumbrados esos hombres en la Edad Media y en el Viejo Mundo.

Frente a este panorama, atrapa mi atención en particular ese bizcocho o galleta, que no era otra cosa sino pan seco de doble cocción. Esto es, un pan de harina de trigo con poca o nula levadura, agua y sal, al que había que hornear, dejar enfriar para volver a hornear.

Ya seco y duro podía aguantar más de un año, y aunque se volvía un pan quebradizo, para comerlo era necesario remojarlo en vino o en agua, servía como acompañante de los quesos y carnes secas, cuando bien le iba al marinero, o bien convertirse en una sopa de migas o gazpachos de pan con ajo y aceite. Incluso podía comerse como “ajoblanco” o “mazamorra”, es decir, sopas frías con pan duro, ajo, aceite de oliva y almendras.

Aquellas sopas como las migas aprenderían a comerse en las nuevas tierras con las sobras de pan, aunque claro, poniendo el sabor del chile chipotle seco y frito además del epazote. Las mazamorras o mezcla de ingredientes, en América se elaborarían con maíz y se convertirían en un postre agregando leche, azúcar, vainilla y canela, como es el caso de la mazamorra argentina.

Dejemos pues que estos navegantes sigan su curso y salgamos a comer bajo la sombra de los árboles una buena sopa de pan o migas con chiles chipotles, epazote y huevo o un postrecito de maíz. ¡Buen provecho!

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