Alejandro Julián Andrade Campos*

Pareciera que los museos han adoptado la misión de ser influencers. Y es que la adaptación de nuestros canónicos espacios al mundo actual parece ser un poco desatinada, como lo han demostrado varias políticas y estrategias desarrolladas particularmente en nuestra entidad. Como si se tratara de entes carentes de afecto y necesitados de atención, los museos parecen olvidar su esencia, aquello que los delimita y da sentido, para convertirse en espacios populares y atractivos, centros de espectáculos que buscan más entretener que educar. Y no, no pretendo hablar desde una mirada conservadora, tampoco quiero un frío mausoleo donde prive el silencio sepulcral en pos de un goce estético elevado, que muchas veces cae más en el bluff que en un sentimiento genuino.

A menudo el medio se confunde con el fin, y eso es lo que me parece radicalmente peligroso cuando hablamos de la vocación de un espacio expositivo. Creo que como herramientas de generación y atracción de públicos, es válido hacer actividades periféricas que atraigan a un sector social más amplio, pero estas deben estar subordinadas y vinculadas a los ejes que constituyen la función primigenia de un museo: investigar, exponer y difundir las manifestaciones culturales y artísticas de nuestro estado, nuestro país y del mundo. Sostengo que no hay temas aburridos, pero hay formas estériles de abordarlos que resultan chocantes para un público no especializado, pues la complejidad discursiva con la que se exponen, contrasta radicalmente con la facilidad de información a la que nos han acostumbrado los medios de comunicación y las redes sociales. Y es ahí donde está el meollo del asunto, lograr que el museo adapte su vocación a un lenguaje claro y atractivo a la sociedad, sin que tenga que deformar su misión para encajar y gustarle a la gente.

No estoy en contra de que las personas vayan a hacer yoga a un museo, pero no estoy de acuerdo con que eso se vuelva la actividad principal por la cual se identifique al espacio, y menos que sus salas temporales se vuelvan un inmenso estudio de yoga; un museo puede coadyuvar a la salud física y mental de sus visitantes, pero no es su fin. No estoy en contra de las exposiciones interactivas que generan experiencias inmersivas, pero no estoy de acuerdo con que un espacio que cuenta con las mejores condiciones de conservación, iluminación y exposición para albergar cualquier obra maestra de renombre internacional, termine siendo un lugar de proyecciones estimulantes que no cuentan una historia ni siembran inquietudes trascendentales en sus visitantes. Entre eso y la activación visual y sonora de un antro o cualquier espacio de entretenimiento, no existe mucha diferencia.

Y es que lo que falta en los museos son proyectos, ejes de acción vinculados con la vocación que cada uno de los recintos ha acuñado a lo largo del tiempo, a partir de sus colecciones propias y del diseño espacial con el que fueron proyectados. Urgen curadores especialistas en los acervos que, al mismo tiempo, sean capaces de entender las nuevas formas discursivas de la actualidad y hagan que las piezas cuenten esas historias que interesan al público del presente. Necesitamos proyectar las grandes obras maestras que nuestro brillante pasado artístico nos ha legado y que conservamos en nuestras colecciones estatales, para generar conciencia en nuestra sociedad y mostrarles que el ARTE (así, en mayúsculas) no es un ente ajeno a nuestra cultura y que tampoco es privativo de Leonardo, Miguel Ángel o cualquier artista de la historia del arte que la hegemonía europea nos ha vendido. Tenemos que traer objetos de distintas latitudes, que más allá del goce estético o del capital visual que nos genere verlas, nos permitan, a través de articulaciones curatoriales atractivas, descubrir nuevos mundos y conectarlos con el propio. Necesitamos que los museos hagan un examen de conciencia, recuerden su identidad y función, para salir con valor al mundo y reclamar su papel como esos grandes centros de conocimiento y aprendizaje, producido a través del noble acto de la observación.

* Alejandro Julián Andrade Campos es doctor en Historia del Arte por la UNAM y Profesor Investigador en el ICSYH de la BUAP. Dentro del campo de museos, se desempeñó como director del Museo Internacional del Barroco y director de Gestión Cultural en Museos Puebla. Su línea de trabajo es el arte novohispano y en particular la pintura virreinal poblana.

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