Humberto Sotelo

Conocí a Gabriel Sánchez Andraca en la década de los ochenta, cuando Cambio era un diario hecho en linotipo, o, como se decía en ese tiempo, con el “sistema caliente”.  Estéticamente era un verdadero desastre, y se distinguía por las cientas, si es que no miles, de erratas en sus textos (una errata célebre, felizmente célebre, fue cuando el linotipista escribió el “gobernador poblano”, refiriéndose a Mariano Piña Olaya). Pero a pesar de esto era un diario que me encantaba, al igual que a la mayoría de los universitarios de esa época. Ahí podíamos escribir sin ningún tipo de censura.  Cuando se suscitó la crisis de la sucesión rectoral de 1981, Cambio desempeñó un papel fundamental en el debate que se abrió en la universidad, coadyuvando a que predominara la crítica de las armas en lugar de las armas de la crítica (es decir, los madrazos). El mismo Gabriel decía que de no haber sido por el diario tal vez se hubiera desatado la violencia en la UAP porque, en verdad, los ánimos estaban muy caldeados.

Desde ese entonces se estableció entre nosotros una gran amistad, la cual se estrechó una vez que ingresé al diario como colaborador, a invitación del mismo Gabriel y de Fernando Alberto Crisanto, quienes tuvieron ese magnánimo gesto hacia mi persona cuando el entonces rector Samuel Malpica decidió despedirme de mi cargo de director de la revista Crítica por la estrecha relación que sostuve con Alfonso Vélez Pliego, rector de la UAP en los años 1981-1988.

Mi participación en Cambio resultó una experiencia inolvidable. Ahí tuve la oportunidad de convivir (aparte de Gabriel y Crisanto) con personajes extraordinarios como Diana Hernández, Hipólito Martínez, Mario Alberto Mejía, Sergio Mastretta y César Musalem Jop (y otros cuyos nombres, lamentablemente, he olvidado).   Todos ellos (as) se convirtieron en mis amigos (as).

Gabriel era la personificación del buen humor. A todo mundo nos contagiaba con sus bromas y ocurrencias. Gracias a esto el equipo de Cambio trabajaba como un solo hombre, entregándose de lleno a su labor.  Mario Alberto Mejía y Sergio Mastretta ya eran verdaderos talentos periodísticos.  Fernando Alberto Crisanto, pese a su juventud, era un genio de las finanzas.  Hipólito Martínez, por su lado, realizaba su labor de la manera más silenciosa que se pueda concebir, a la manera de un escriba egipcio.   Andraca solía divertirse a su costa –sin ofenderlo–, denominándolo “el único periodista profesional” de Cambio.

Quien esto escribe no era sino un aprendiz de periodista, que tuvo la suerte de aprender un poco del oficio gracias a la paciencia y bonhomía de mis compañeros (as) de equipo.  Durante la sucesión presidencial de 1988, Gabriel me invitó a cubrir la campaña electoral del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, candidato del Frente Democrático Nacional.  En ese entonces el fax aún no existía, menos el correo electrónico, por lo cual me veía en la necesidad de transmitir mis notas vía teléfono, ocupándose Gabriel de esa tarea.

Pese a lo rudimentario de su tecnología, estoy convencido de que el Cambio de esos años era un diario con mayor penetración que en nuestros días. Con todo respeto para sus propietarios actuales, que han logrado modernizarlo en lo que se refiere a su presentación, estoy convencido de que no han logrado superar la “organicidad” que le caracterizaba en esa época.

Durante muchos años Gabriel fue un referente obligado para la clase política.  Su columna Pulso Político era una de las más leídas.  Lamentablemente se encerró en lo que Carlos Monsiváis denominó “periodismo de opinión”, que, a diferencia del “periodismo de investigación”, no se esfuerza por traspasar los umbrales del simple comentario.

Sin embargo, a diferencia de colegas como Mauro González Rivera y otros, Gabriel sí se preocupaba por leer. Recuerdo, como si fuera ayer, el entusiasmo que le suscitó la lectura del libro México Profundo, de Guillermo Bonfil, mismo que le permitió interpretar de manera más sutil los fenómenos que trajo consigo el neoliberalismo, entre ellos el empobrecimiento del agro.  No es casual que haya decidido impulsar la publicación del periódico Enlace, que se concentró en el análisis de la problemática de la mixteca poblana.

No obstante, su pasión por la política, Gabriel nunca aceptó cargo político alguno.  Fueron varios los gobernadores que le ofrecieron una diputación o una regiduría, pero su respuesta fue muy simple, aunque no menos tajante:  él era periodista de vocación y de tiempo completo. Durante mucho tiempo había una norma no escrita que establecía que los periodistas más conocidos tenían la prerrogativa de encabezar puestos como directores de comunicación del gobierno estatal.

Gabriel es tal vez el último miembro de una dinastía de periodistas que sostuvo relaciones amistosas con el poder político, pero sin perder la independencia de su oficio.  A diferencia de no pocos comunicadores poblanos que se ostentan como críticos hacia el gobierno pero que en los hechos aceptan el tan cuestionado “chayote”, Gabriel nunca se presentó como ícono de la pureza, empero sin traspasar en ningún momento la medianía económica.

Si algún día se escribe la historia del periodismo poblano de las últimas décadas, la figura de Gabriel Sánchez Andraca ocupará sin duda un papel destacado, al igual que personajes como Alfonso Yáñez Delgado, Xavier Gutiérrez Téllez y Felipe Flores Núñez.   Tal vez se les cuestione su papel como periodistas de opinión, empero, difícilmente se pasarán por alto sus enormes aportaciones.

Desde luego, aparte de su profesionalismo, recordaremos siempre la afabilidad de Gabriel, su sempiterno buen humor, y sobre todo su solidaridad hacia sus amigos y colegas.

¿Cómo podremos cruzar el Zócalo sin encontrarnos con Sánchez Andraca?

 

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