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Como ocurrió con el Instituto Nacional Electoral este año, la confrontación Poder Ejecutivo-Poder Legislativo-Poder Judicial no está significando la construcción de un nuevo sistema político ni menos aún la reforma estructural del viejo régimen de gobierno y muy lejos está de afectar la configuración del Estado presidencialista constitucional.

El presidente López Obrador está en un proceso de restauración del viejo régimen presidencialista que funcionó a lo largo de 71 años y que la alternancia partidista del 2000 y el 2012 sólo acumuló limitaciones. El PRI y el PAN en la presidencia en el último cuarto de siglo aceptaron la alternancia partidista, a sabiendas de que no habría una reconfiguración estructural de los hilos reales del poder. El PRI cogobernó con el PAN y el PAN cogobernó con el PRI.

El candidato López Obrador utilizó sin rigor la propuesta de cambio de régimen de gobierno, pero en cinco años sólo encabezó iniciativas para reconstruir la estructura piramidal del sistema, con el presidencialismo fortalecido en la punta superior.

El régimen priista terminó en 1976 con el arribo de José López Portillo a la presidencia, un funcionario burócrata educado en el viejo sistema unipartidista, pero sin los compromisos de lealtad hacia el interior del poder. Su reforma política de 1978 significó el fin del ciclo del régimen priista fundado en la Constitución de Estado de 1917 y sostenido por un PRI que representó a la estructura de clases productivas y después sólo funcionó –en caracterización de Miguel Basáñez– como una hegemocraciaes decir, dejó de representar las estructuras productivas como correlación de fuerzas dominantes y operó en función de acuerdos autoritarios sostenidos por un endurecimiento creciente de la institución presidencial.

El proyecto del presidente López Obrador no representa un cambio de régimen, sino la reconfiguración del viejo sistema priista autoritario sostenido por tres pilares fundamentales: el presidencialismo estructurado alrededor del partido dominante del presidente en turno ya sin la representación de clases sociales pero sí con el consenso electoral, la permanencia de una Constitución de dominio del Estado con funcionamiento presidencialista y la legitimación ideológica con un proyecto nacional todavía referente en la Revolución Mexicana en fase populista.

De nada le servirá al Poder Ejecutivo federal la absorción de los 15,000 millones de pesos de los trece fideicomisos del Poder Judicial, ni menos aún le interesa liberar las finanzas públicas con recortes en los beneficios y lujos de las élites judiciales que conducen desde la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El fondo de la confrontación es el desensamblaje de poderes formales: el judicial que está acotando decisiones del Poder Ejecutivo, el legislativo que sigue subordinado al presidente en turno a través del partido dominante y sobre todo los organismos autónomos que han violado la Constitución porque han fragmentado el Estado presidencialista y la institución presidencial en aras teóricas de una inexistente representación ciudadana.

La lucha del presidente López Obrador contra el INE de Lorenzo Córdova Vianello exhibió el organismo no como garante de la democracia, sino como representante de una élite social sin poder real, pero con capacidad de sometimiento de los abusos presidenciales por la lamentable ausencia de un partido de oposición real que pudiera retomar los equilibrios de una verdadera democracia.

El error estratégico de la ministra presidenta de la Corte, Norma Piña Hernández, radicó en los vicios de su formación jurídica y sus falsas percepciones sobre el funcionamiento del régimen político, cuando, a su llegada a la dirección del Poder Judicial debió de haber leído los libros de derecho constitucional de Jorge Carpizo MacGregor donde demostraba la configuración política –no jurídica–  del régimen presidencialista de Estado.

Mientras el presidente de la República está reestructurando a última hora ya de salida el sistema/régimen/Estado, la ministra presidenta sólo está defendiendo la autonomía teórica del Poder Judicial frente a legitimaciones constitucionales del presidencialismo: el manejo presupuestal le corresponde al Ejecutivo y lo apoya el legislativo, a partir del principio político de que “quien tiene el dinero, tiene el poder”.

La ministra presidenta se achicó y decidió sacar a la calle a los trabajadores del sector judicial, quienes no han visto afectados sus salarios ni prestaciones de ley y sólo están defendiendo el estatus de gasto de los once ministros.

El legado de López Obrador será la restauración del presidencialismo dominante.

 

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Política para dummies: La política es una lucha de poderes.

 

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Periodista desde 1972, Mtro. en Ciencias Políticas (BUAP), autor de la columna “Indicador Político” desde 1990. Director de la Revista Indicador Político. Ha sido profesor universitario y coordinador...