insoluble cuestión que merodea
vueltas y vueltas en mi cerebro
misterios profundos vuelan
cuestiones sin respuesta a la primera
Insoluble cuestión. Abel Pérez Rojas
Quizá el pretexto sea mi afán por desarrollar la narrativa, pero siento que estoy empezando a escribir como viejo, porque los años no pasan en balde, aunque me justifico arguyendo una segunda opción: la necesidad de acudir frecuentemente a mi pasado para no repetirlo y comprender quién soy verdaderamente.
Esta semana no fue la excepción.
En la vigésima nueva sede de nuestro estudio de transmisión de Sabersinfin.com —aclaro que, en realidad no tenemos sede, nuestro movimiento es itinerante, trashumante, gitano; está en todas partes donde hay un corazón que hace suyas nuestras banderas y proclamas; pero esa es otra historia—, empecé a colocar algunos cuadros con los más recientes reconocimientos que he recibido, e inmediatamente vino a mi mente ese concepto tan ingenioso que dice mucho para algunos: egoteca.
Aquí mi aporte a los motores de búsqueda de Google:
Egoteca: Dícese en lenguaje coloquial de algunos países latinoamericanos, del espacio construido, a través de una colección de reconocimientos y distinciones de sí mismo, con el afán de satisfacer el ego personal o grupal. Abel Pérez Rojas. Escritor mexicano.
Regreso a lo que les contaba. En el recibidor de nuestro estudio tres cuadros han sido la avanzada de mi egoteca más reciente.
Cada encapsulado con un reconocimiento me cuestiona: ¿Realmente es un monumento a mi ego? ¿Será lo que dicen algunas personas cercanas a mí, en el sentido de que ya me siento “en las nubes” y soy un engreído?
Trato de ser honesto.
Me respondo en silencio.
El ejercicio introspectivo me hace un regalo y trae varias respuestas a mí.
Viajo al pasado, no a cualquier pasado.
El pasado con carga de futuro no es cualquier pretérito, es un pasado con anuncios para quien sabe “leer” en el tiempo.
Hace “treinta y cuarenta y tantos años” —nótese mi falta de ubicación temporal—, en la única habitación con techo de concreto de nuestro hogar, la cual hacía funciones de recibidor o sala, porque era el lugar más “elegante que teníamos, dedicamos un muro para colocar los reconocimientos obtenidos por los integrantes de la familia.
Como fuimos ocho hijos, todos en edad escolar, los diplomas, certificaciones y reconocimientos fueron poco a poco llenando el muro destinado para tal fin.
Eran tiempos en los que mandar a realizar un enmarcado era algo que llevaba varios días en mi amado Tehuacán.
Recuerdo que también incorporamos un par de reconocimientos obtenidos por mi padre en sus más de treinta años como peón en Ferrocarriles Nacionales de México.
No sé si a mis hermanos este muro les generaba emociones parecidas, pero a mí me causaba un gran placer ver que ese acopio de reconocimientos le daba un gran placer a mi madre.
Nunca le pregunté, pero estoy convencido que todos esos cuadros con reconocimientos le daban mucha alegría, quizá porque eran un indicador de que sus hijos eran personas de bien dedicadas al estudio.
Mis padres solo cursaron el primer año de primaria, pero mi madre fue una mujer que amó el saber siempre, fue una autodidacta permanente.
Con los años cursó el segundo grado escolar en los servicios de educación para adultos ofrecidos por el Estado.
Mi padre fue un hombre al cual nunca le interesó el estudio formal, pero era un hombre con un conocimiento práctico que le salvó que lo despidieran de su trabajo a causa del alcoholismo.
Regreso a mi madre.
Ella fue una mujer adelantada a su tiempo y sus raíces son como las de muchas mujeres mexicanas.
Proveniente de un entorno rural y casada a temprana edad, Natividad Rojas de la Rosa, así se llamaba mi madre, se concentró en hacer progresar a la familia.
Ese fue su mundo, esa consideró su misión, en gran medida porque nunca pudo cumplir su sueño de ser profesora.
Por ello, cada reconocimiento de cualquier integrante de la familia era una especie de indicativo de que los sacrificios económicos y los malos momentos valían la pena, si sus hijos se formaban y se abrían paso en entornos a los que ella le hubieran gustado incursionar.
Con mi mente de niño llegué a esas conclusiones. Hoy maduro lo sigo creyendo así.
Además de que siempre me gustó el estudio, me esforzaba por obtener reconocimientos escolares que le dieran alegría a mi madre.
Cada vez que llegaba con un diploma notaba júbilo en su mirada.
Eso me hacía feliz.
Fui el único de los hijos de Doña Naty —como le decían sus amistades—, que estudió en una universidad.
Tuve que dejar Tehuacán para viajar a Puebla y cumplir mi sueño universitario.
En mi caja de cartón / —haciendo función de maleta— / viajaron sueños, / dos playeras, / un pantalón / y seis billetes de cincuenta. / Llegué en tren, / vengo del lugar / en el que mujeres y hombres / aspiran a ser dioses / —Tehuacán—, / soy de la cuna del maíz, / de los manantiales con aguas minerales / y del Cerro Colorado. / Provengo de donde / han labrado la tierra, / esculpido el ónix, / tejido la palma / y zurcido la mezclilla. / Llevo en mis huesos / el anhelo de una madre / que se privó de todo / para verme realizado, / aunque el corazón no le alcanzó / y siempre me acompaña desde el éter. / Desciendo de la testarudez / de un padre / que murió en la raya / dando rienda suelta al gusto, / sé del amor fraterno incondicional, / del aliento de mis coterráneos, / de la admiración de los más jóvenes / y de mis raíces chamánicas. / Sé que la altura de los tabiques marea / cuando no hay raíces verdaderas. / Heme aquí haciendo un recuento parcial / como si en el fondo algo me susurrara / que el tiempo es menos, / que la vida se extingue / y solo las plantas retoñan. / Reflexiones sueltas que brotan / por haber tropezado con una caja de huevo / como la que hace tres décadas / hiciera función de maleta. (Maleta de cartón. APR. Junio 2019)
Sé que eso le causó mucho dolor, pero también mucha alegría.
Fui un afortunado cuando incursioné en los medios de comunicación y ella escuchaba mis programas, no obstante la dificultad para captar la señal de radio amplitud modulada generada en la capital y sintonizada en la “cuna del maíz”.
Las entrevistas más importantes en mi vida han sido aquellas que le realicé a mi madre, en las que le pregunté sobre su amor al estudio y al saber.
Hace varios años que mi madre trascendió a otro plano, aunque siempre la siento a mi lado.
Ahora caigo en cuenta que cuando obtengo un nuevo reconocimiento, premio o distinción hago una síntesis de todo lo que les he compartido y se lo dedico principalmente a mi madre y sus sacrificios.
Cada egoteca que he levantado han sido tratando de recrear ese muro en la casa familiar al pie del cual mi madre se sentaba y se sumergía en sus preocupaciones y pensamientos.
Al pie de cada acopio de mis reconocimientos me imagino a mi madre encanecida leyendo, de repente absorta, pensando en cada uno de sus hijos.
Entiendo que en tiempos como los actuales, en los cuales los reconocimientos, premios y distinciones se compran y se venden en un mercado centrado en crear percepciones de respetabilidad, las egotecas son acopios de falsos méritos, que generen desconfianza, incredulidad y son indicador generalmente certero de un ego sumamente inflado y una profunda soledad que trata de llenarse con falsos méritos.
Es entendible y altamente certero, por otra parte, profeso que cada reconocimiento compromete.
Yo, tratando de ser muy honesto, opto por recrear algunas de las condiciones que me inspiraron de niño y que, al menos así elijo creer, le dieron cierta alegría a mi madre.
Abel Pérez Rojas ([email protected]) es escritor y educador permanente. Dirige: Sabersinfin.com #abelperezrojaspoeta
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