Comencemos por recordar que el neoliberalismo fue liberalismo a secas antes de ser lo que es. Y ¿qué es el liberalismo? Es la filosofía que sintetiza el sentir y el pensar de la burguesía, es decir, de la clase que ha llegado a convertirse en la dominadora del mundo gracias a la concentración en sus manos de la riqueza material y del poder político a escala global.
La burguesía, como toda clase en ascenso, fue en sus orígenes una clase revolucionaria que luchaba por derribar las trabas feudales que impedían el desarrollo del pensamiento humano y el despliegue de todas las capacidades creadoras del hombre. En otras palabras, luchó contra todo aquello que se oponía al progreso material y espiritual de la sociedad. El pensamiento escolástico de la Edad Media y la sujeción absoluta del individuo a los dictados de la sociedad y el Estado teocráticos de entonces, fueron los obstáculos principales que había que vencer. De ahí que colocara en el centro de su programa de lucha la reivindicación de la “diosa razón” y el rescate de la dignidad y el valor intrínseco del individuo, de sus derechos y libertades frente a la tiranía de la sociedad feudal.
Liberalismo, como dicen muchos, viene de “libertad”. Pero, ¿de qué libertad se trata? Los pensadores liberales mismos no dejan lugar a la duda. Libertad política, libertad de sufragio, de pensamiento, de opinión, de imprenta. Pero sobre todo y por encima de todo, respeto irrestricto al derecho de propiedad, libertad de empresa, de comercio, libertad de contratar entre ciudadanos iguales ante la ley y, en particular, entre obreros y patrones, para materializar la producción y venta de mercancías y el uso del dinero como combustible de la actividad productiva. Y como marco a todo esto, la inviolabilidad y superioridad del individuo frente a la sociedad y al Estado, de modo que ambos, lejos de oprimirlo y someterlo como en el pasado, deben servir para factibilizar el ejercicio de todas sus libertades y derechos, logrando de ese modo la armonía y la paz social.
El liberalismo es, pues, la exaltación del individuo frente a todo y frente a todos; es el individualismo llevado a su máxima expresión, por contraste con lo que ocurría en la sociedad feudal en la cual, según la Iglesia, sus mejores obras eran “como trapo de inmundicia” a los ojos de Dios. Fue y es la matriz del humanismo burgués, el que hace al hombre sujeto de virtudes y derechos inherentes a su naturaleza, sin necesidad de ningún otro requisito para merecerlos. Así dicho, todo parece miel sobre hojuelas. Pero la verdad es que esta revalorización del ser humano se funda en una fictio iuris: la igualdad plena de los individuos en el seno de la sociedad, lo cual está muy lejos de ser cierto. Darse cuenta de esto es descubrir que el paraíso político, económico, intelectual y legal creado por el liberalismo, está hecho a la medida de la burguesía y solo de ella, la cual comienza a disfrutar del mismo no bien alcanza su objetivo de convertirse en clase dominante. Para los demás, nunca fue ni es otra cosa que un buen señuelo para sumarlos a la causa y a la lucha de la burguesía.
De lo que se trataba realmente era de reconfigurar la sociedad feudal para adecuarla a las necesidades del capital productivo, de la libre empresa, de la producción de mercancías y del libre mercado. Hacía falta para ello conquistar la libertad política, la libertad de sufragio, liberar las potencialidades intelectuales y físicas del ser humano para ponerlas al servicio del capital. Era indispensable revalorar al individuo, su libertad e independencia, para ponerlo en condiciones de vender su fuerza de trabajo sin intervención del Estado, sin que el Estado tuviera mayores facultades para intervenir en la vida y la actividad social, salvo las que más arriba dejamos sugeridas. Justamente por esto, el lema que sintetiza el ideario liberal, muy conocido y repetido desde su primera formulación en Francia, es: “laissez faire, laissez passer” (dejar hacer, dejar pasar). De ahí también el absurdo, o la simple confusión nacida de la ignorancia, de proclamarse liberal juarista y, al mismo tiempo, enemigo irreconciliable de la simple actualización moderna de ese liberalismo, es decir, del neoliberalismo.
Los males presentes en las sociedades gobernadas por el capital no son nuevos ni son responsabilidad exclusiva del neoliberalismo, como parecen creer algunos. Son resultado de la política liberal a secas, que viene aplicándose por lo menos desde principios del siglo XIX en Inglaterra; son los frutos envenenados del “laissez faire” mencionado, como lo sabe cualquiera que se preocupe un poco por la historia económica y social del mundo. Fue Adam Smith, el padre de la economía clásica del capital, quien formuló, en 1776, en su “Riqueza de las naciones”, el principio angular del libre mercado: la búsqueda del interés privado, -dijo- traerá como consecuencia inevitable, sin necesidad de la intervención de nadie, como si todo lo ordenara “una mano invisible”, la prosperidad de la sociedad en su conjunto.
Dejemos que el mercado y sus leyes actúen con entera libertad, sostenía Adam Smith; ellos, por sí solos, acabarán distribuyendo la riqueza e instaurando el bienestar de todos. Así se hizo; pero los resultados no fueron los esperados. Lejos de ello, la riqueza se concentró cada vez más, tanto al interior de cada país como entre los propios países, es decir, a escala mundial; mientras que, en el otro polo, la pobreza se extendía y profundizaba a extremos verdaderamente irracionales y preocupantes. Este desigual reparto de la riqueza, de los mercados y de los recursos naturales del planeta, llevado a cabo por la “mano invisible” del mercado entre las diversas naciones del mundo, fue la causa fundamental de las dos grandes conflagraciones mundiales que ha padecido la humanidad. Y no hay que olvidar que esto ocurrió antes de la aparición del neoliberalismo.
Este mismo fracaso del mercado fue el que obligó a la aparición de doctrinas económico-sociales discrepantes de la visión de Smith y su escuela. Una de ellas, la economía marxista, ganó rápidamente la simpatía de los países pobres y sojuzgados por los países ricos; y uno de ellos, Rusia, aprovechó la pugna inter-imperialista de 1914-1918 para emprender el experimento de una economía sobre bases distintas. Este fue el resultado más notable de la Primera Guerra Mundial, no esperado por los imperialismos en pugna; y fueron los éxitos iniciales de la URSS los que forzaron a una revisión y a un atemperamiento de los daños de la “mano invisible”. Franklin D. Roosevelt, presidente de EE. UU. a partir de 1933, fue quien ideó y llevó a los hechos el “New Deal” y luego “el Estado de bienestar” que creó programas e instituciones encargadas de mejorar los estándares de vida de las masas trabajadoras norteamericanas. El objetivo era apartarlas de la tentación de pensar en una economía de corte marxista.
Pero el socialismo fracasó. Reagan y Thatcher otearon a tiempo el colapso de la URSS y decidieron que era momento de abandonar el capitalismo “suave” de Roosevelt por un capitalismo “puro” y “duro”, un retorno a los orígenes. ¡Fuera los sindicatos y las mejoras salariales periódicas! ¡Abajo el seguro médico, la educación gratuita, los programas de empleo temporal, de vivienda, de servicios urbanos! ¡Alto a las elevadas pensiones por jubilación y al seguro por enfermedades laborales! Todo eso encarece la mano de obra y disminuye las ganancias del capital, que por eso no invierte y la economía no crece. ¡Volvamos a dejar todo a la “mano invisible”! Que cada quien viva de lo que le proporcione su propio capital humano y nada más. Esto es el neoliberalismo.
El resultado lo conocemos todos: concentración más acelerada e irracional de la riqueza; incremento brutal de la pobreza; polarización creciente de la sociedad; guerras crueles y devastadoras contra las naciones débiles o rebeldes para imponerles la “democracia” estilo yanqui; barruntos de una nueva conflagración mundial, esta vez sin vencedores ni vencidos. ¿Qué fue lo que falló? No hay duda: el mercado, la “mano invisible” de Adam Smith. Estudios muy detenidos y con cifras irrefutables demuestran que el mercado no es “racional”, no es “justo” y no reparte la riqueza. Son muchas sus fallas y no es este el lugar para detallarlas. Pero lo que sí puede y debe decirse es que esas fallas solo pueden ser corregidas por una intervención oportuna, bien estudiada y medida por parte de los gobiernos y de nadie más. Son ellos los que deben suplir al mercado allí donde este falla.
Pero lo realmente nuevo del neoliberalismo es, precisamente, que ahora los gobiernos no solo se niegan a enmendar las fallas del mercado, sino que se suman a las clases ricas para acelerar juntos la concentración brutal de la riqueza y la universalización de la pobreza. Los gobiernos dan a los poderosos toda clase de apoyos fiscales, legales, privilegios y prebendas, bienes de la nación a precio de regalo, etc., para ayudarlos a enriquecerse a costa de las mayorías. Esto lo dicen, por ejemplo, gentes como Krugman y Stiglitz, dos premios Nobel que no tienen nada de populistas y menos de marxistas. Así las cosas, solo hay dos soluciones reales al neoliberalismo: o el Estado se decide a regular el mercado sin sustituirlo, es decir, sin caer en un estatismo que ahuyentaría al capital privado; o de plano se rompe con el capitalismo en favor de un socialismo modernizado y corregido. Teniendo en mente la explosiva situación mundial y el peligro de un enfrentamiento nuestro con el imperialismo yanqui, los antorchistas nos hemos pronunciado, desde hace rato, por la primera opción.
¿Alguien cree que estamos equivocados y que hay condiciones para el socialismo siglo XXI? Debería decirlo con claridad y obrar en consecuencia. Lo que no es admisible es salir con la gansada de un pos-neo-liberalismo, utópico, mal definido y carente de toda sustentación económico-científica. ¿A dónde se nos quiere llevar con eso?
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