Las ciencias sociales sirven para explicar o para enredar. Los enfoques sobre propuestas económicas de gobierno se han encasillado en los extremos: neoliberal o de mercado o populista o de beneficio a las masas. En la realidad, sin embargo, las cosas suelen ser menos estrictas.
El programa de gobierno de Andrés Manuel López Obrador puede ser asumido como un laboratorio político y económico. El ahora presidente mexicano por seis años ha refrendado sin dobleces su fe en el modelo populista de atención a los más pobres; pero desde que perfiló su victoria casi al arrancar el proceso legal de campañas tuvo que rendirse ante las evidencias de los candidatos estabilizadores; lo dijo con claridad desde el comienzo de la contienda: respetará la estabilidad macroeconómica, concepto éste que se reduce sólo a controlar la variable inflación como la determinante de las demás.
El debate sobre la inflación viene de mediados del siglo pasado. La Comisión Económica Para América Latina (CEPAL) fue el centro de debate ideológico entre las corrientes progresistas de economía social con las posiciones de mercado. Fueron los tiempos, por cierto, en que la CEPAL era progresista y buscaba revolucionar los modelos de desarrollo en la región sur de América, pues hoy es una oficina de pensamiento neoliberal.
Hacia finales de los cincuenta el economista mexicano Juan F. Noyola estableció la tesis estructuralista de la inflación: que los precios no subían sólo por el circulante monetario (argumento de Friedrich von Hayek y Milton Friedman), sino de manera principal por la estructura productiva desigual. Por tanto, la inflación podría estabilizarse cambiando la estructura y no nada más controlando la demanda. Noyola, lamentablemente, murió en 1962 en un accidente de aviación cuando se dirigía a una reunión de la CEPAL en su condición de asesor económico de la Revolución Cubana.
La inflación en su vertiente monetarista se asentó en México en 1975 cuando el Fondo Monetario Internacional obligó al presidente populista Luis Echeverría a bajar la demanda para controlar la inflación, porque ésta estaba llevando a México a la devaluación, como ocurrió el 30 de agosto de 1976. El periodo 1954-1970 fue conocido como desarrollo estabilizador: aumento del PIB a una tasa promedio anual de 6%, con inflación promedio anual de 3 por ciento. La clave no era secreta: primero controlar la inflación y después reasignar el gasto a planes sociales y controlar los salarios.
México entró en un ritmo pendular largo: populismo con estabilidad de precios y salarios de 1934 a 1982 y monetarismo de control de la inflación 1983-2018 bajando salarios, gasto social y PIB promedio anual de 2.2 por ciento. El populismo 1970-1976 se dio por la acumulación de rezagos sociales en la etapa del desarrollo estabilizador.
Y ahora llega López Obrador con su discurso populista, pero su reducida capacidad de movilización económica por la condicionalidad de la estabilidad macroeconómica. El rezago social está cuantificado: PIB promedio anual de 2 por ciento, rebote inflacionario de 6 por ciento en 2017, 80 por ciento de los mexicanos viviendo con una a cinco carencias sociales y 80 por ciento de los mexicanos con el 48 por ciento del ingreso y el 20 por ciento acaparando el 52 por ciento restante.
Los primeros indicios del programa económico y social de López Obrador han mostrado el oxímoron de un populismo neoliberal; es decir, gasto social asistencialista improductivo a sectores vulnerables, pero sin romper hasta ahora con la estabilidad macroeconómica de techo inflacionario de 3 por ciento. La variable inflacionaria condicionará el PIB a 2 por ciento, déficit presupuestal de 2 por ciento y gasto público limitado. Para darle recursos a sus promesas sociales ha tenido que bajar salarios burocráticos, disminuir el aparato del Estado y combatir la corrupción oficial porque se comprometió a no aumentar la deuda, ni a aumentar el dinero circulante, ni a subir los impuestos.
Es decir, su modelo populista arranca con el cumplimiento de las restricciones neoliberales, cuando menos en el primer año. Lo malo es que sus primeros programas sociales ayudan a sectores marginados –jóvenes desempleados, amas de casa, tercer edad y campesinos empobrecidos–, pero no rompen su estructura social de marginación. El año 1 de López Obrador será, en los hechos, neoliberal. El candado de la inflación es vital porque las devaluaciones en México son producto del diferencial inflación ario México-EE. UU. En cuarenta y dos años, de 1976 a 2018, el precio del dólar pasó de 12.50 pesos a 21 mil pesos. Y todo por el desorden inflacionario.
Con un enfoque pragmático, López Obrador ha decidido atender las restricciones estabilizadoras, pero el saldo de su primer año será negativo en lo social. Los apoyos a jóvenes, mujeres y ancianos no moverán la estratificación social y sí agotarán los pocos recursos presupuestales. Los programas de infraestructura de el nuevo gobierno exigen recursos que no hay.
Los distintos ciclos de política económica han tenido sus espacios de debate teórico. El siglo XX, por el efecto político, ideológico y moral de la Revolución Mexicana, ha oscilado entre el populismo y el neoliberalismo. Los centros de pensamiento populista han estado en la UNAM y la burocracia económica nacionalista, y los del neoliberalismo se refugiaron sobre todo en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) por sus vinculaciones académicas con la escuela de economía de la Universidad de Chicago y el dominio de ese pensamiento conservador en Banco de México por el control del pensamiento neoliberal a través de Francisco Gil Díaz, exalumno y exprofesor adjunto de Friedman, como jefe de los Chicago boy mexicanos.
El pensamiento económico crítico nacionalista fue lobotomizado por el PRI y ese mismo PRI potenció la vigencia intelectual del neoliberalismo. Y López Obrador carece de una masa de pensamiento critico para reelaborar teorías. El saldo final del populismo neoliberal se verá en las cifras sociales y de inflación, cuya incompatibilidad explica los ciclos populistas cortos.
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