¿Aguantas l’otra?
Pulque, salsa y tortillas ¡A qué sabrosa es la vida!

Algo que fue del gusto de los mexicanos durante gran parte del siglo XIX fue una bebida espirituosa que data de la época prehispánica, nos referimos al pulque, esa bebida que en siglos anteriores se servía en vasos o tarros de vidrio verde que se hacían llamar tornillos, catrinas o cacarizas, chivos o chivatos, recipientes que llegan a verse en alguna pintura costumbrista del siglo XIX y que todavía los podemos encontrar en venta en la ciudad de Puebla por el barrio de la luz.

En recetarios como el Cocinero mexicano de 1831 y el Manual del cocinero y cocinera de 1849 publicados en la ciudad de México y en Puebla, se habla de esta bebida proveniente del denominado “árbol de las maravillas”, porque del maguey se aprovecha todo. Ahí se describía el modo de curar los pulques y la forma de prepararlos con distintas frutas como la guayaba, piña, tuna roja o sangre de conejo, chirimoya, limón, naranja y cacahuate, aunque también se habla de un pulque de huevo preparado con yemas y canela. Dos pulques curados que caben distinguir son los de arroz y maíz cacahuatzintle molidos o los de atole, uno preparado con almendra molida y el otro de atole frío.

Del pulque se anotaba que lo mejor era embotellarlo cuando estaba fresco, echándole agua miel, para luego taparlo bien ajustado y cubrir la botella con un pedazo de badana o piel curtida para después de 24 horas poderlo consumir. Este pulque se describía fuerte y sabroso como un vino. Mezclas de palabras y recetas que a fin de cuentas denotaban el gusto por la buena bebida que se preparaba con tiempo.

Pero si bien el pulque era la bebida sagrada de los mexicanos, en gustos de nobles extranjeros que visitaron México a lo largo del siglo XIX esta bebida no fue del todo agradable. Sobre ésta señalaban que se debía vencer la repugnancia en un principio y los gestos de horror tratando de ocultar la ofensa a tan sagrada bebida, según cuenta Madame Calderón de la Barca en sus memorias durante su viaje a México en 1839. Las pulquerías, decía la condesa Kolonitz en su traslado del puerto de Veracruz a México en 1864, se encontraban en lugares inhóspitos, junto a los establos donde el mexicano no sabía aprovechar el tiempo y lo perdía entreteniéndose en aquellos sitios. Vino y cerveza, decía esta noble extranjera, se bebían poco, pero el pulque blanco, verde o rojo jamás faltaba en la mesa de los ricos, bien que la condesa no era capaz de beberlo si se lo ofrecían.

El pulque pasaría por varios episodios, pero nunca desprenderse del gusto de los mexicanos y en algún momento hasta llegó a afrancesarse cuando irónicamente y a modo de sátira, durante la intervención francesa de 1864, los periodistas de La Sombra dijeron que tras un año de intervención había que volverse francés. ¿Cómo hacerlo? Afrancesando el idioma y entre esto, la comida. “Quien toma le huajolot, ni ese picante chilé, ni esas bebidas malditas ¿Le pulquet, el atolet? Manitas en escabeche ¡Qué horror!

Esta bebida sagrada ha sido y sigue siendo una de las que identifican al mexicano del centro del país, forma parte de su cultura y de su historia. Pulque para la salud, pulque para la tristeza, pulque para la alegría, pulque para no hacer algo, pulque para disfrutar la vida.

Bodegón, Arrieta, siglo XIX

¡Salud!

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