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*Por: Dr. J. Alejandro Ortiz Cotte

(Parte I)

La educación siempre ha sido vital en las sociedades humanas. Enseñar es de humanos, es parte de nuestro ser, de nuestra existencia. Desde los comienzos de la humanidad el grupo tribal nos enseñó a sobrevivir, el clan a identificarnos, la familia a amarnos. Después la educación se fue despegando del ámbito familiar enseñándonos otros elementos para nuestra vida social, le dirán socialización, de ahí que las materias fueran temas que nos ayudarán a una mejor relación social: matemáticas para los negocios, oratoria y español para saber comunicarnos oralmente y por escrito, por ejemplo. En la antigüedad, Grecia formó las primeras academias o espacios propios para la enseñanza, para “pensar” la vida y sus preguntas existenciales. En los países occidentales, gracias a los procesos de la ilustración que iniciaron en el siglo XVI la idea de la escuela, o “colegios”, como los nombrarán los jesuitas, empezarán a ser una realidad común y cotidiana. Claro, primero será una realidad elitista sólo para algunos “nobles”. Todo noble necesita de títulos para demostrar su jerarquía. De ahí se empezará a la vez a crear jerarquías educativas o títulos jerárquicos (licenciado o el que tiene licencia o permiso para algo, el maestro el que domina un tema y puede enseñarlo, el doctor, etc.). Después, mucho después, se verá necesario una educación para todos. Y esto se deberá a que se necesitaba tener mano de obra especializada que sepa leer, sobre todo las instrucciones de las máquinas y que sepa las reglas básicas matemáticas para el “buen obrar” de la fábrica. Lo hijos los obreros recibirán esta capacitación o formación básica para realizar bien su “único” futuro fabril.

Sin embargo, desde hace dos doscientos años hasta la fecha, han existido críticos de los métodos, pedagogías y didácticas educativas. Se ha creado, desde entonces, la idea que la educación está en crisis. Si pensamos una educación ideal: humanizadora, emancipadora, empática, crítica, etc., claro que podemos decir que la educación está a años luz de lo que se desea. Pero si vemos que la educación “permitida” y por tanto real, y que es la que genera, desea, propicia y fortalece los sistemas dominantes socio-económicos entonces la educación goza de cabal salud.

La educación “normal”. Hay un enorme esfuerzo del sistema-mundo dominante de convertir a la educación en un pensamiento alejado de la vida misma, abstracto, ligero, superfluo, unidimensional, “único”, a favor del sistema. Convirtiendo a los estudiantes en nuevas piezas de la maquinaria global. De ahí que se necesite generar un pensamiento dominante con tres características: instrumental, moderno, superficial. La razón instrumental es aquella forma de pensar unidimensional, pragmática, funcional, racionalista, utilitarista, la de las ganancias. La razón moderna es el pensamiento eurocéntrico, por tanto, racista y excluyente, y es el pensamiento del dominador, donde el otro solo existe en la medida de la mismidad dominante. La razón superficial es aquel pensamiento ligero, de manual de operaciones, de copia y pega, sin comprender ni profundizar, “navegante”, liquida.

Por otro lado, la educación formal (privada y pública) no vive su mejor momento. Sin recursos, con malos procesos de formación académica, con condiciones denigrantes a los profesores. Sus métodos, herramientas anglosajonas del primer mundo, no corresponden a nuestra realidad latinoamericana. De manera general y amplia, la niñez se le enseña desde los niveles básicos a obedecer, a callarse, a estarse quieto. A entender con calificaciones que solo sabe el profesor y los demás aprenden. Se vuelve más complicado cuando esta niñez ha sido formada en casa sin límites, consumistamente, sin respeto hacia nadie. Las clases (de antes y presenciales) se convierten en ambientes de guerra, donde la risa ya no sale de la travesura ingenua o infantil sino de la grosería rapaz, del bullyng colectivo. Se viraliza el golpe, la humillación escolar. Se crea la cultura del meme, de la realidad explicada desde la broma o la burla. Ya en la universidad se llega sin saber leer, sin saber escribir a mano, sin saber ortografía, se odia leer y el trabajo en equipo. Individualismos que pagan por hacer las tareas y descansar durante el día. Los estudiantes creen que una “buena” clase es la clase divertida, fácil, sin esfuerzo, de opinión, rápida. Se cree que “navegar” es conocer y saber. Dice Bauman que no “acumulan ideas ni libros, sino que los gozan en breve tiempo, la alegría del estudiante líquido es deshacerse de lo aprendido, desde notas, cuadernos, hasta ideas”.

Y ahora la pandemia nos recordó el estado de salud educativa que tenemos. Las escuelas privadas –en su mayoría- que ya no viven de sus sueños y utopías educativas, sino del número de egresados y de sus colegiaturas están en tremenda crisis, y han tomado acciones “extremas”: pagar menos, despiden a muchos profesores y empleados, dan clases clandestinas en casas y validan procesos sin calidad educativa. Donde lo peor es su método de enseñanza. Antes de la pandemia el tema de la crisis educativa ya estaba en boga entre los teóricos, muchos de ellos indicaban que la solución serían las tecnologías. La pandemia hizo que todos fuéramos digitales en poco tiempo, y nos ayudó a comprender que la respuesta no es la tecnología. Hoy en medio de la pandemia ya queremos el regreso tribal y primitivo de la enseñanza presencial ¿quién lo diría?

*Doctor en Educación por la Universidad Iberoamericana Puebla. Maestro en Teología y Mundo contemporáneo por la Universidad Iberoamericana Ciudad de México y Licenciado en Administración de Empresas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es miembro de Amerindia Continental (asociación de teólogos y científicos sociales a favor de la teología latinoamericana), del grupo latinoamericano de ASETT-EATWOT (Asociación de Teólogos y Teólogas del Tercer Mundo) así como del Grupo Latinoamericano del Proyecto Internacional sobre la Recepción del Vaticano II en el Mundo. Desde hace 14 años trabaja en la Universidad Iberoamericana Puebla, actualmente es el coordinador del Área del Servicio Social

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