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La más grande evidencia de que el régimen político imperial de los Estados Unidos de América (EUA) no se sostiene en su Constitución política sino en una estructura de poder fáctico económico, militar, y propagandístico la proporciona con toda crudeza el segundo impeachment que los demócratas promovieron en la Cámara baja (diputados) en contra del ciudadano -desde el 20 de enero- Donald Trump pretendiendo castigar en él, no al jefe de Estado, sino un estilo de gobernar que si bien, por sus frivolidades, exabruptos y desatinos terminó por ser propio de la personalidad política del expresidente haciéndolo único. Sus decisiones fueron decisiones de Estado y difieren sólo de grado, pero no en esencia, de las que a lo largo de la historia de EUA han tomado el resto de quienes ocuparon la Casa Blanca con excepción, como dice Trump, de don Abraham Lincoln. Una cosa son las decisiones de estado y otra el estilo personal de gobernar, es decir, de llevar a cabo tales decisiones. Como si fuese la crónica de un fracaso anunciado, con antelación señalamos en este espacio: “Pesa sobre Trump la formal acusación, hecha por la Cámara de Representantes de “incitación a la insurrección” contra el gobierno de Estados Unidos, cuya formulación técnica jurídica despertará, de entrada, muchas suspicacias y generará dudas sobre su procedencia final. Resaltando que será el primer presidente en la historia de EU en enfrentar dos juicios de esta naturaleza, quizá deba reservarse un espacio en blanco en esa historia por si, llegado el momento, fuese necesario hacer la anotación de que también sea el único que los haya enfrentado sin ser sancionado en ninguno”. (Sucesión violenta, 19/01/21).

Los republicanos en el Senado -que juzgaron el caso- advirtieron de entrada una intención política subyacente al hecho de que los demócratas impulsaran el segundo impeachment faltando menos de una semana para que concluyera el periodo presidencial de Trump: impedir su postulación en la elección presidencial de 2024. Siendo el republicano con más adeptos, fincarle responsabilidad en el juicio político no tendría el efecto jurídico de destituirlo dado que ya no ocupa el cargo, sino el de inhabilitarlo para desempeñar cargos públicos. Para los demócratas inhabilitarlo equivaldría, para efectos prácticos, casi a ganar por anticipado la elección presidencial a celebrarse en ese año. Sin embargo, observando todas las aristas jurídico constitucionales de la acusación, bien podría pensarse que los demócratas no están empecinados ni empeñados en ese objetivo. Existiría, como otra, la posibilidad de que ambos partidos del régimen imperial, asegurada la transmisión del poder presidencial a manos de Joe Biden y teniendo al pueblo estadunidense como simple espectador del conflicto, hubieran decidido representar una comedia embaucadora cuyo final previsto era la absolución de Trump, con la mira puesta en relanzar acusaciones y ataques conjuntos contra el movimiento social organizado en torno a Black Lives Matter al que Trump, reiteradamente, calificó de “izquierda radical” y “socialista”; es decir, al señalado como el verdadero enemigo a vencer para demócratas y republicanos.

Por la forma en que Trump obtuvo la presidencia, en 2016, a pesar de haber obtenido casi tres millones de votos menos que su contendiente Hillary Clinton, EU exhibió ante el mundo un sistema electoral falsamente democrático: sin voto popular directo; voto suprimido de manera legal en el Colegio Electoral para reducir el poder de pobres y minorías; y sistema electoral corruptible por no impedir que el dinero privado juegue un papel trascendente en la definición de los resultados. De modo tal que, con gobierno republicano o demócrata, las decisiones de estado se orientan a mantener su estatus de potencia imperial -económica y militar- frente al resto del mundo para beneplácito de la poderosa élite que domina, mediante las extendidas corporaciones privadas transnacionales, gran parte de la economía planetaria. La propaganda imperial que se despliega a través de infinidad de mecanismos de difusión masiva con alcance mundial cotidianamente machaca y ejemplifica las bondades de su democracia. La realidad llegó para desnudar esa mentira. Encima de todo este entramado social e institucional ha tenido lugar el segundo juicio político contra Donald Trump. En la acusación fueron ostensibles tres grietas jurídico constitucionales que desde siempre perfilaron su inviabilidad política anticipando su fracaso, real o pactado: uno, la constitución política de EUA no prevé el caso de que un presidente en funciones intente no entregar el poder al término de su gestión; dos, la acusación de incitación a la insurrección contra el gobierno de Estados Unidos, en teoría constitucional, no tiene sostén alguno en el asalto al recinto legislativo por tratarse de otro poder del Estado, ni configura insurrección contra el gobierno dado que, el 6 de enero, Trump era el presidente en desempeño inherente de esa función; y, tres, la exigencia constitucional para la procedencia del impeachment es que debe ser aprobado por más de las dos terceras partes de los integrantes del Congreso; en la votación final consiguieron sólo el de 57 congresistas. En el Senado hubo clara conciencia que apoyar la inhabilitación del expresidente implicaba su autodestrucción como fuerza política.

La falta de solidez jurídica de la acusación fue velada por los demócratas con argumentos trágicos – “estos son los cargos más graves jamás presentados contra un presidente de Estados Unidos en la historia”, “Esto no puede ser Estados Unidos”, “Gente murió ese día, oficiales tuvieron daños cerebrales, los ojos de algunos les fueron sacados, un oficial sufrió un ataque cardiaco, otro perdió tres dedos”, según el diputado Jamie Raskin- que si bien ayudan a comprender el deterioro político y la descomposición social reinantes en ese país, fueron esgrimidos más con intención de ir borrando de la memoria social el pesado fardo que carga ya la presidencia de Joe Biden -haber ganado la elección mediante fraude electoral arrojado, ni más ni menos, que por el jefe de Estado en funciones- puesto que, por sí mismos, eran insuficientes constitucionalmente para sostener el impeachment. Es decir, la absolución de Trump fue obtenida mediante por una combinación de apoyos políticos en el juicio: la endeble acusación de los diputados demócratas, y el voto contra su procedencia de los republicanos en el Senado.

La oportunidad de voltear la mirada acusadora de ambos partidos, en busca de un distractor social, para trasmutar el juicio político contra Trump en un enjuiciamiento político contra el movimiento popular anti supremacista blanco acusándolo de causante de todos los males de la democracia estadunidense, la brindó el propio Trump mediante los argumentos invocados en su defensa: equiparar la violencia del asalto al Capitolio, con la desatada durante las movilizaciones de Black Lives Matter del año pasado sosteniendo que, ésta, causó más daños al país que los registrados el 6 de enero. El desenlace ahora conocido, siempre estuvo a la vista de todos. Trump es el primer presidente que enfrenta el impeachment dos veces y hoy sabemos que, también, es el primero en sortearlos quedando impune. Con Biden, EU podrá seguir siendo la gran potencia que enjuicie a otros países sobre democracia y derechos humanos, aunque a su interior prevalezcan la brutal discriminación racial, la población encarcelada más grande del mundo, los centros de detención de inmigrantes, la opresión histórica de los pueblos indios, la operación del campo de concentración en Guantánamo, permanezcan impunes sus torturadores y asesinos, y los ejecutivos, cuyos grandes fraudes financieros generaron la crisis económica que aún paga el pueblo estadunidense. Son hechos, ya históricos, que acreditan el derrumbe moral de “la democracia” imperial y que sólo el pueblo estadunidense será el que pueda romper el círculo político vicioso del bipartidismo representante de las élites del poder que oscilan entre la “democracia imperial” y el neofascismo.

Heroica Puebla de Zaragoza, a 14 de febrero 2021.
José Samuel Porras Rugerio

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