columna-invitada

Por Enrique Carvajal Gomezcaña

Aunque hablar de Thomas Mann pueda significar un atrevimiento temerario, pues nos referimos a un escritor alemán que supo adentrarse en el interior del ser humano, caminando los senderos abruptos que deben recorrerse para llegar al fondo de su esencia, y que además supo hacerlo con una belleza que sigue resonando en el alma de quien lo lee, trataré de trasladar algunas ideas acerca de una novela breve que considero no ha perdido actualidad desde que fue escrita en 1929: “Mario y el Hipnotizador”.

Thomas Mann, a través de un narrador en primera persona, nos da a conocer la permanencia de una familia, en Torre di Venere, un balneario italiano ubicado en las costas del mar Tirreno. Se presentan varias situaciones desagradables, en las que enfrentan el servilismo hacia la nobleza por parte del gerente del hotel, que les pide abandonar la habitación asignada, porque es contigua a la de una princesa que escucha aterrorizada las últimas manifestaciones de una tos ferina que padeció y superó uno de los pequeños; se les impide tomar una mesa en una terraza con vista al mar “porque está reservada ‘ai nostri clienti’ (a nuestros parroquianos)”; tienen que pagar una multa ante las autoridades municipales, pues permitieron a su hija de 8 años la “inmoralidad” de quitarse el traje de baño para deshacerse de la arena que le incomodaba, escandalizando con ello a los bañistas que miraron con gazmoñería la acción de la pequeña.

Sin embargo, la situación más grave, nos dice el narrador, fue la presencia de un mago de feria, el terrible Cipolla, “en cuya figura parecía encarnarse y concentrarse amenazadora toda la malignidad del ambiente; figura nefasta y harto impresionante para los ojos humanos”.

La familia acude a la función que presentará el hipnotizador Cipolla. El titiritero se presenta a sí mismo como el summum de la perfección en su arte y escoge, para demostrar sus habilidades, a los espectadores que se encuentran en el área que ocupan las clases bajas, a quienes acusa de exponer a la nación a habladurías, pues no pueden resolver problemas de aritmética que él necesita que se resuelvan para demostrar su capacidad adivinatoria. Pasó después a los juegos de naipes, a la adivinación del lugar donde algunos espectadores escondieron objetos, y así fue entretejiendo sus experimentos que fueron objeto de la admiración de todos los espectadores.

El espectáculo empezó a subir de tono cuando logra que una mujer siga a Cipolla, sin hacer caso a su marido que la llama a detenerse, pues el hipnotizador la llama a despecho de cualquier interferencia. Cipolla decía al público que “la facultad de desprenderse de su propio yo, para transformarse en mero instrumento y obedecer en el sentido más absoluto y perfecto, no era más que el reverso de aquella otra de querer y mandar…”. Con esto el mago comenzó a pasar de los detalles insignificantes de adivinación hasta llegar a lo más monstruoso, pues en el aniquilamiento de las resistencias críticas, el público -podría decirse- quedó en completa dependencia de la voluntad del hipnotizador, que al chasquido de un látigo logró que la mayoría de los asistentes empezara a moverse convulsivamente en lo que pudiera decirse “era una escena fantasmal y fatídica”. ¡Bailen!, incitaba a los que expresaron que podían resistirse, “es agradable abandonar, por fin, la voluntad”, se equivocan si piensan que la resistencia es libertad.

Finalmente, Mario, un joven camarero del hotel en que finalmente se había hospedado la familia, muchacho que era serio y amable sin ser zalamero, y que se había ganado el afecto de los huéspedes, fue llamado por Cipolla al escenario. El mago, que en el transcurso del acto había levantado dos veces su mano derecha a la manera del antiguo saludo romano, sugestionó al ingenuo camarero que, con burlas y en una desagradable transferencia de sentimientos, lo ridiculiza arrancando sentimientos encontrados de angustia y sonoras carcajadas en el público, provocando que Mario detuviera la befa, dando muerte al hipnotizador.

Esta estrujante novela corta, en su extensión que no en profundidad, fue calificada como una alusión a Mussolini, que entonces gozaba ya de gran popularidad en toda Italia, idea que Thomas Mann negó categóricamente. Es claro por qué asumió esa posición, pues señaló que su narración iba más allá de una alusión específica hacia alguien y reducir su obra a un movimiento político efímero, significaría quitarle la trascendencia que desaba lograr y qu logró con su obra.

Podemos decir que el tiempo transcurrido desde que fue escrito “Mario y el Hipnotizador”, así como los hechos acaecidos en el transcurso, dan la razón a Thomas Mann. Los momentos recientes que vivimos, con un Trump en EE.UU., un Bolsonaro en Brasil, en México con López Obrador, entre otros muchos más que son y han sido, nos dicen que Thomas Mann supo captar con gran profundidad la necesidad que tienen los dictadores de apoderarse de la voluntad de los pueblos, para poder someterlos a sus designios, así como también la dignidad de un Mario, representante del pueblo, para sobreponerse y luchar.

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