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El pasado y presente de América debería obligarnos a repensar el papel que la violencia -de todo tipo- juega en la configuración, sostén y permanencia del modo de organización de nuestras sociedades, basado en la división de clases y sus estratos, el trabajo asalariado como base de su edificación económica, y las formas de acceso y ejercicio del poder público con que se forjan como Estados. Nuestro mundo es un cúmulo de relaciones humanas entre grupos e individuos cuya interacción, esencialmente caracterizada por la violencia, ha determinado nuestras formas de organización social, de acumulación de riqueza material, de desigualdades sociales, y las relaciones entre las personas. Podemos hablar de tiempos de la conquista española, de tiempos actuales, o de sus intervalos; e invariablemente encontraremos que la regla dominante con que se tasan las relaciones entre los seres humanos es la violencia como factor de poder de unos sobre otros. La violencia -política, económica, intelectual, emocional, moral, física- está escondida en todos los rincones de la humanidad; su cultivo y desarrollo cotidiano en todos los ámbitos de las relaciones humanas se convierte en el poder de dominación que unos países, grupos, o individuos, ejercen sobre otros para imponerles, sobre la base de la subordinación o subyugación, modelos de organización social y de relaciones personales que anulan la voluntad de los grupos sociales o individuos subordinados o sometidos. La violencia se erige en el factor originario y detonante de todos los tipos de división, desigualdad y discriminación social. Metrópolis y colonias, países desarrollados y subdesarrollados, élites y mayorías, explotadores y explotados, saqueadores y saqueados, ricos y pobres, sabios e ignorantes, ladrones y honrados, fuertes y débiles, son tipos de relaciones explicables sólo por la presencia de la violencia como mecanismo y forma de relación social.

Actualmente, las formas de violencia más crudas por las que atraviesan las naciones de América son las que se presentan para resolver la dicotomía entre fascismo y democracia, donde la violencia aparece desde que las élites se apropian de la doctrina política de la democracia, la tergiversan para aparentarla frente a los pueblos, someterlos para despojarlos de las riquezas naturales de los territorios donde se asientan, explotar su fuerza vital de trabajo, y hacerles creer que esa es la mejor forma de organización social y de vida. La democracia aparece en este escenario como un concepto cuyo significado se colma con su simple raíz etimológica: poder del pueblo. El manejo del Estado con visión, formas y finalidades empresariales se erigió como panacea para los males sociales; la desregulación jurídica como emblema del libre mercado, la transferencia de los bienes y dineros públicos a manos privadas como caricatura procaz del estado mínimo, la depredación ambiental como símbolo de negocio, el outsourcing como sello moral de las corporaciones empresariales a los derechos sociales de los trabajadores, y la imposición brutal, víricamente mortal, de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación como modernos instrumentos para revolucionar el modo de producción social de bienes y servicios, y las formas de acumulación de capital de minúsculos grupos sociales que se han adueñado del conocimiento científico y sus aplicaciones prácticas en el mundo. Bautizado en su conjunto con el pomposo nombre filosófico de neoliberalismo, es sostenido como forma de organización social mediante la captura de los Estados, el diseño de las leyes, la fuerza pública para obtener obediencia para sus disposiciones y el poder militar para sostener el control de los Estados configurando los rasgos esenciales del fascismo, cuya contracara lógica y natural es el sufrimiento de los pueblos.

La conciencia social de los pueblos ha venido despertando y la violencia es, en todos los planos, respuesta única de las élites para contenerla. Aceptando las formas de la democracia electoral impuestas por las clases dominantes, el pueblo chileno, en 1973, eligió ser gobernado por Salvador Allende; la respuesta de los impulsores del fascismo fue el cruento golpe de Estado que, al costo de su vida, lo echó del cargo que lícitamente, en paz, y por voluntad propia y libre le había encomendado la mayoría social. Casi 50 años ha tardado ese pueblo en volver a organizarse, bajo presión de la violencia militar, para resistir el embate neoliberal fascista y empezar a darse alternativas propias de destino social. Ese desconocimiento de la voluntad de un pueblo, se volvió norma de las élites locales en colusión con las imperiales. Las noticias dan cuenta cabal de ello.

La voluntad de los venezolanos que conforme a sus legítimas normas constitucionales y legales eligieron un presidente, trata de ser desconocida y suplantada por un rufián, alentado y respaldado por las élites locales, que se autoproclama presidente interino y dice contar con el apoyo de los gobiernos de cincuenta países -el de Estados Unidos a la cabeza- con cuyo reconocimiento internacional pretende anular la voluntad soberana de ese pueblo recurriendo a todo tipo de violencia; azuzando la intervención extranjera, fomentando la inseguridad pública, atacando la institucionalidad, descomponiendo la vida social, llegando al punto extremo de intentar el magnicidio. Con sus particularidades, esta historia de violencia contra la voluntad de los pueblos se repite ahora mismo en Argentina, Bolivia y México donde los grupos de derecha intentan desatar odios irracionales hacia los liderazgos abrazados por la población que, a través de los procesos electorales oficiales, han llegado al cargo de presidentes de la república sin asomo de duda sobre el sentido y la contundencia del voto popular expresado en las urnas. Contra la voluntad popular de elegir, las elites oponen la acusación inmoral de fraude electoral y a los ganadores legítimos de las contiendas, los adjetivan con los calificativos de dictadores o comunistas. Las amenazas de golpe de Estado o atentado mortal son dirigidas hacia ellos en muestra ruin del envilecimiento de la política, el sacrificio de la inteligencia y la elevación de la violencia como mecanismo privilegiado y único confiable de la derecha para hacerse del poder político, conservarlo, o recuperarlo.

Lo que está ocurriendo en Estados Unidos, sintetiza el resquebrajamiento definitivo del fascismo embozado tras la careta de democracia. Que Donald Trump hubiera ganado la presidencia en 2016, por decisión del Colegio Electoral a pesar de tener casi 3 millones de votos menos que la candidata derrotada, demostró que en ese país la democracia no existe. En la elección de este 3 de noviembre, el mismo personaje ha puesto en claro ante todo el mundo que no piensa ceder a la voluntad del pueblo expresada en los votos -Trump tiene 4 millones de votos menos que Biden- y prefiere impugnar judicialmente los resultados para intentar lograr que sea la máxima corte del país -donde acaba de consolidar, con la inclusión de Amy Conney Barret, una mayoría conservadora que lo favorecería- la que decida en definitiva la elección presidencial. El fascismo opta por la elección de estado, en franco rechazo del pueblo, su voluntad, y la democracia. La violencia que las élites ejercen contra los pueblos en afán de dominarlos, es la madre de todos los modos de violencia que afectan a cualquier sociedad.

Heroica Puebla de Zaragoza, a 8 de noviembre 2020.
José Samuel Porras Rugerio

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