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La trayectoria política de Felipe Calderón impide considerarlo un abogado común y corriente. Su paso por la jefatura del Estado mexicano le permitió tener, y debe conservar, una amplia visión y conocimiento de la función de las instituciones públicas con la ventaja que puede tener quien ha sido jefe máximo de ellas. Su ejercicio del gobierno, intocado por el posterior, se ve ahora ensombrecido por el juicio penal que enfrenta quien fuera Secretario de Seguridad Pública de su gabinete, en una corte federal de Estados Unidos. En México no existe ningún procedimiento penal abierto en su contra; sólo la ciudadanía está en aptitud de valorar políticamente su desempeño como presidente de la república, pues vivió su ejercicio público concreto; y justipreciar sus dichos alegando no saber nada de las andanzas presuntamente ilícitas tenidas por Genaro García Luna.

Una reciente caracterización política de ese sexenio hecha por el presidente López Obrador: “Con las revelaciones que están surgiendo en el proceso contra el ex secretario de Seguridad Pública…se puede hablar de que en su momento había un “narcoestado” en el país, con un gobierno que estaba tomado y al servicio de la delincuencia…”; ha dado pie a que Felipe Calderón suscite un intercambio declarativo asumiéndose como un perseguido político del gobierno: “no se han cansado de sacar calumnias todos los días”. Bajo esa condición de pretendida víctima, los rodeos discursivos de sus argumentos lo colocan más en papel del abogado de barandilla que privilegia la increpación por encima del debate sereno y centrado que debería permitirle su condición de expresidente.

Aprovechando la referencia presidencial a la posibilidad latente de verse obligado a comparecer ante la justicia estadounidense, Calderón intenta convertir esa mera referencia en “un hostigamiento político…no es justicia ni deseos de acabar con la corrupción. Es ganas de revancha política…lo que está en juego son las elecciones de legisladores de 2021”; tal doblez establece que prefiere refugiarse en el sesgo ideológico político partidista para controvertir hechos, antes que acudir al discurso ético para hablar de ellos con claridad y rectitud de ánimo. El recurso de la evasión no es algo nuevo. El desaseado resultado electoral oficial que lo encumbró en el cargo de presidente en 2006, lo cubrió con aquella memorable cita, “Como dicen en mi pueblo, haiga sido como haiga sido, gané”.

Por obra y gracia de los recursos discursivos, a Calderón le parece que hablar de su administración como un narcoestado “es ofensivo para México, porque si hubo un presidente que enfrentó con todo al narcotráfico y al crimen organizado fue esa administración”. Quizá lo grotesco del argumento, por impolítico, sea su diferenciación del presidente, “no soy el mandatario que anda saludando a la mamá de El Chapo, no liberé ningún criminal en ninguna circunstancia”, pronunciada precisamente cuando a García Luna se le imputa la protección política de un cártel criminal a cambio de dinero, estando pendiente la averiguación de si Calderón, como jefe directo de aquél, estaba o no al tanto de tales arreglos, y si participaba o no, de ellos. La investigación o involucramiento del expanista, por alguna responsabilidad que pudiese considerarse delictiva en aquel país, dependerá exclusivamente de lo que declare el procesado.

La legalidad de su actuación como jefe del Ejecutivo habría que preguntarla a quienes sufrieron sus embates. En la memoria nacional obra el recuerdo del operativo policiaco militar que se conoció como “El Michoacanazo”, del 29 de mayo de 2009, en el que efectivamente ningún criminal fue liberado; por el contrario, una treintena de personas -presidentes municipales, funcionarios y un juez- en esa entidad, fueron enviados a la cárcel siendo todos inocentes bajo la acusación falsa, por no demostrada judicialmente, de tener nexos con el crimen organizado. La columna de 30 de septiembre de 2010 de Raymundo Rivapalacio sentenciaba: “Al final, en la historia secreta del michoacanazo, no quedan como sabor de boca los considerandos de seguridad nacional que significa la lucha contra el narcotráfico, sino los sinsabores de la manipulación de la justicia con fines políticos, y el asombro de que ni las cosas turbias las pueden hacer bien”. (https://vanguardia.com.mx/columnas-secretosdelmichoacanazo-562223.html).

Con plena conciencia de Calderón, considerando la información privilegiada que poseía como presidente y su condición de abogado, el citado operativo se ejecutó con la intervención de autoridades federales y locales que no tuvieron escrúpulo para pasar por encima de toda noción de justicia, legalidad, y apego a la Constitución. Hoy, la fanfarronería de sus exabruptos declarativos busca, primordialmente, en el hecho de catalogarse perseguido político, el objetivo de ganar notoriedad mediática para sí y su nuevo partido: “…la organización México Libre recoge una gran inconformidad entre la ciudadanía, vamos a quitar la mayoría al partido del Presidente…”. No hay, tras esta promesa electoral, un mínimo y autocrítico balance sobre las razones por las cuales el electorado mexicano, al término de su gestión presidencial, prefirió retornar al viejo PRI con todos sus vicios encarnados en la persona de Enrique Peña, rechazando la propuesta política del PAN cuya candidata, Josefina Vázquez Mota, además, se dijo electoralmente traicionada por el propio exmandatario. ¿Nada tendría que explicar Calderón a los mexicanos sobre la guerra contra el narcotráfico, su estela de muerte y los “daños colaterales”; la “puerta giratoria” que construyó el nuevo sistema de justicia penal traído con la Iniciativa Mérida; la introducción ilegal de armas a México con Rápido y furioso; alguna mirada crítica sobre la elección de 2006; o, del obsequio del avión presidencial y la reforma laboral de 30 de noviembre de 2012 que mutiló la indemnización de salarios vencidos en perjuicio de los trabajadores? Son hechos que parecen convenientemente olvidados.

Ha de suponer que utilizar una casaca militar extra grande en su forma de hablar, siendo parte del bloque opositor, le traerá algún dividendo político: “…el gobierno federal utiliza mentiras para una persecución política en contra de sus adversarios…si el Presidente no tiene pruebas, que se calle, ya que esto no se trata de un show. Es justicia, derecho constitucional”. El tono bravucón que elige para apantallar al público, revelador de la disminución moral de su condición de expresidente y abogado, lo coloca en la posición del tinterillo chapucero que en todo señalamiento inculpatorio exige de pruebas para evitar la incomodidad de tener que hablar con verdad de los hechos tal como sucedieron. Los mexicanos tienen derecho a saberlo y, él, obligación moral de decirlo. La corrupción de políticos y empresarios que se va descubriendo fijará la pertinencia, o no, de seguir con el manejo empresarial del Estado como mecanismo de organización social. Sabremos, hacia dónde caminar socialmente respetando democracia, constitución y justicia; ahuyentar ambiciones de poder y la irracional violencia que las acompaña, y evitar conflictos que sólo desgarran y degradan a los pueblos.

Heroica Puebla de Zaragoza, 19 de agosto 2020.
José Samuel Porras Rugerio

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