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Si Gardel decía que 20 años no es nada, yo digo que 30 años ya es algo. Felicidades a La Jornada de Oriente. ¿Cómo sería Puebla sin el trabajo de ustedes?

Nuestra convivencia en la sociedad actual es difícil, por momentos agria, pero amenaza con volverse peor. Ni en situaciones tan adversas como las creadas por la pandemia, la gente está dispuesta a modificar hábitos, conductas, lenguajes y actitudes bajo los que se han formado, especialmente, las relativas a las formas de obtención de fortuna. Si el dolor humano traído por el virus brinda oportunidad de negocio, se aprovechará la circunstancia para ello. Objetivamente, la raíz de todos los males sociales está en las desigualdades económicas y sociales creadas, que impiden que la mayoría de la población tenga acceso cotidiano y suficiente a los satisfactores básicos que nutren al cuerpo para la vida biológica. La observación de hechos sociales lamentables, desgraciados o repugnantes que son reprobables, moral y legalmente, acreditan que tenemos una enorme necesidad social de educación que nutra la vida intelectual y espiritual de la colectividad. Educación, no disminuida a la simple información de datos históricos, geográficos, matemáticos, lingüísticos, o de ciencias; tampoco a la enseñanza que se conforma con otorgar habilidades para desempeñar un oficio o profesión; ni mucho menos a la que se deja en manos de las nuevas tecnologías solo porque representan “la modernidad”. Se abandonó la educación sustituyéndola por la enseñanza; ahora se trata de volver a la educación que atienda la formación integral del intelecto y el espíritu de las personas.

Ocupados en atesorar riqueza material olvidamos cultivar la riqueza espiritual; el altísimo costo que pagamos es la eterna conflictividad social. Existiendo posibilidad real de que el virus letal que inunda el mundo haya sido creado por el hombre –por guerra comercial, por habilitar una industria poderosa, por implantación de la revolución tecnológica, o cualquier otro motivo- sin importar la enorme pérdida de vidas humanas, la pandemia ha venido a demostrar crudamente cuánta miseria moral hay en el mundo. Miseria que se expresa en infinidad de formas en las relaciones humanas de todos los días carcomiendo la vida social. Necesitamos, entonces, una educación formativa del ser humano que lo prepare y conduzca para vivir gregariamente, sin conflictos con los demás. Es tarea difícil porque una sociedad dividida por las desigualdades, genera escalas de valores e ideologías que tienden a reproducir el modelo económico y social imperante, mediante la enseñanza que lo justifica y reproduce.

¿Qué educación requieren quienes hacen de la delincuencia su modus vivendi, los agresores de mujeres, niños, o de los médicos? ¿Cuál requiere el que miente por convicción, el que pone su interés encima de otros, el agiotista, el adulterador de alcoholes, el político tramposo, el acosador, el empresario ruin, el comerciante ladrón, el profesionista transa, el hombre irresponsable? Son conductas, pero también actividades, con las que se busca un beneficio personal a costa del conflicto diario entre ciudadanos. Por esta razón el trabajo asalariado es la fuente primaria de los conflictos sociales y motor de las luchas de clases en el mundo. Las mujeres, al caracterizar la ola de bestial violencia en su contra, han llegado a una conclusión: el enemigo está en casa. Es una definición terrible. ¿Significa que las formas de elegir pareja han sido erróneas o, sencillamente, ya son obsoletas? ¿Qué dimensión social, política y humana alcanza esta visión femenina del machismo?

Esa conclusión acredita fehacientemente que la relación original entre mujer y hombre, en que descansa la familia y la existencia de toda sociedad, está rota y podrida; que el amor, como factor de unión, salió para dar cabida a la nada romántica conveniencia de los varones, convertidos en proveedores económicos, de tener en casa alguien a quien mandar y que trabaje para él, de la misma forma en que él se ve obligado a hacerlo para el capitalista: a cambio de dinero. Un trabajo que lo esclaviza y del que sólo se libra al final de la jornada. Todas las emociones reprimidas, sinsabores, insatisfacciones, enojos, descontentos y frustraciones que derivan del trabajo, o del salario percibido por él, se desatan en forma de violencia al llegar a casa. El gran problema –poco visto a pesar de su tamaño- es que todo el edificio social descansa en el trabajo asalariado.

La desigualdad social está determinando socialmente quienes sobreviven y quienes sucumben al contagio viral. Los eternos perdedores, pre y post pandemia, son invariablemente los trabajadores como clase social. En todos lados la altísima cuota de muertos que pasa como factura la pandemia, la pagan casi en su totalidad los trabajadores. En fase de reactivación de la economía, empujada por las clases empresariales y ciertos gobernantes, sin existir seguridad de que no habrá nuevos contagios o rebrotes; quienes correrán otra vez el riesgo son los trabajadores que entran en contacto colectivo para desarrollar la producción exigida. Los ganadores de siempre volverán a ser los empresarios que disputan la entrega de dinero público para sus arcas y se ven, como ocurre en EU, Europa, América Latina, beneficiados por los llamados “rescates” de los gobiernos, que son dinero de los impuestos de todos, transferidos a manos particulares. Ningún país abandonará sus desigualdades y conflictividades sociales si, en tiempos sanos, las élites se dedican a precarizar el trabajo asalariado y a defraudar cuanto sea posible los derechos laborales; y en crisis pandémica, despiden a los trabajadores y reciben rescates por ello.

Para tiempos de crisis, las cúpulas empresariales inventaron un eufemismo que hasta ahora había resultado exitoso: No es que los empresarios despidan a los trabajadores, “se perdieron un millón de empleos”. ¿Acaso los traían en una bolsa rota, se les cayeron, y no se fijaron dónde quedaron? ¿Qué educación sería necesaria para que la clase empresarial se humanice y no privilegie hacer negocio con todo, a costa de todo, y de todos? En la disputa del poder político parece perderse todo principio ético. Se ataca, pero no se debate; se descalifica, no se critica; se calumnia, no se impugna; se grita e insulta, no se dialoga; la afectación de los “negocios” se demoniza; la incapacidad organizativa se suple con violencia política; quienes se quejan de falta de democracia y estado de derecho, rinden culto al golpismo. La ambición por el poder predomina aún por encima de las creencias religiosas. ¿Qué educación se hace necesaria para aquellos que al aire repudian políticamente la desquiciada inseguridad pública y por lo bajo tejen relación con los grupos delictivos, o difunden noticias falsas para confundir?

Por ello ahora es necesaria otra pandemia, pero de educación. Es necesario establecer con claridad su finalidad social. Hacen falta, por lo menos, tres definiciones sociales acerca de la educación para el futuro inmediato: a) Qué tipo de sociedad aspiramos a construir; b) qué tipo de ser humano queremos forjar (el hombre nuevo); y, c) de inmediato, qué cosas está dispuesto a hacer, cada uno por los demás, a cambio de nada; “por amor al arte”. Sin estas definiciones nunca tendremos el faro que alumbre y guie nuestra convivencia social. La educación es tarea ardua y lenta, pero la que da mejores frutos para la buena relación social. Educar y educarnos en el respeto por los demás. Viendo la totalidad de nuestros males sociales, definiremos las primeras dos; para la tercera, solo basta que cada quien la ponga en práctica. Saldrá una nueva normalidad.

Heroica Puebla de Zaragoza, a 1 de junio 2020.
José Samuel Porras Rugerio

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