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Por César Pérez González
@Ed_Hooover
¿En qué momento, si es posible identificarlo, un autor se convierte en pieza de museo? Es decir, ¿cuándo deja de ser leído, citado en conversaciones académicas, sobremesas o improvisado durante encuentros de café? Ensayar cualquier respuesta es una “afrenta” irremediable, pues implica establecer parámetros para el olvido. Cada nombre, también, sustenta excepciones a la regla, ya que si aún se aborda en cierto contexto, en otro brillaría por su ausencia y en tal punto el debate estaría abierto: discusiones, futuro en el horizonte.
Falta de vigencia, fórmulas retóricas agotadas, temas dirigidos a callejones sin salida o estructuras defendidas por el tiempo, no así lectores, pueden ser los motivos; incluso, el paso natural de las generaciones colaboran a su falta de interés. No se aborda con la misma intensidad que décadas antes las obras de Juan de Dios Peza, José Vasconcelos o Manuel José Othón. Puede decirse que envejecen de forma diferente.

El crítico, a su vez, corre una suerte diferente: no ser leído es sinónimo ausencia en el mundo; rumor que a lo lejos suena pero sin hallar la fuente, condena de vivir gracias a discursos pasados. El crítico se convierte en pieza prescindible de su propio pensamiento. Tal es el caso de Juan García Ponce, ávido lector de su tiempo y dueño de un estilo directo al momento de ensayar su lugar en la tradición literaria nacional, así como las generaciones que le precedieron.
Es interesante que sus comentarios se mantengan actuales sobre arte, narrativa, poesía, incluso, luzcan frescos cuando abordan al grupo de Contemporáneos, más profundos que los apuntes de José Joaquín Blanco, sólo por citar un ejemplo. Sin embargo, esta “actualidad” de forma y fondo contrasta dramáticamente con su conocimiento –por no decir fama–, ya que por momentos prolongados desaparece de la órbita cultural y su talento se resume en la anécdota por su muerte.
Impulsor de revistas literarias, Juan García Ponce, es un crítico aparte, en él destaca su oportuna fuerza irónica, dureza en comentarios y amplitud temática. Nada es gratis, mucho menos su habilidad de observar detalles del objeto citado hasta amalgamarlo con experiencias personales, empatía que recuerda a Octavio Paz. Lo mismo juega con la memoria al referirse a Carlos Mérida, Agustín Lazo o Alberto Gironella: el arte, su vida.
Si bien, su obra crítica se encuentra publicada en revistas y periódicos desde la década de los sesenta, con el nuevo siglo se buscó rescatar tales comentarios y agruparlos en únicos volúmenes que dieran cuenta de su valor literario. De esta manera aparecieron “De viejos y nuevos amores” volúmenes I y II, dedicados al arte y literatura, respectivamente, así como “Palabras sobre palabras”, que recupera ensayos sorprendentes dedicados a Sergio Pitol, el mismo Octavio Paz y la literatura mexicana del siglo XX.
Si tal habilidad para comunicar su experiencia lectora es original, entonces, ¿qué mantiene a Juan García Ponce al borde del olvido? Desde el ámbito académico se le cita aunque no con la misma propiedad que sus coetáneos al grado de instaurarse en una élite de temas específicos, pero fuera de las aulas es un fantasma que se adueña de sus ecos. Esta hipérbole no está de más, al contrario, evoca al propio Alfonso Gutiérrez Hermosillo, joven poeta ligado a Xavier Villaurrutia, a quien no se le reconoce su destreza al traducir a Paul Valéry.
Para fines prácticos, la obra crítica de Juan García Ponce no escatima en riqueza de lenguaje, conocimiento del tema, empatía con lectores e irrelevancia del culto al autor. Su valor también radica en la capacidad para describir el momento literario que vive y cómo debe entenderse para generaciones venideras, responsabilidad que pocos aceptan.
Es importante traerlo a cuentas, observar su evolución estilística, comprender su mirada, es decir, hablar de Juan García Ponce, lucha contra el tiempo que, sin fines románticos, es una de las mejores inversiones críticas para lectores especializados en literatura mexicana.

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