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Pensar el virreinato en la Nueva España como sistema de gobierno exhibe profundas crisis políticas que pueden considerarse origen del “modus operandi” social del México contemporáneo. Más allá del contexto actual que inscribe el tema de la Colonia y cómo se gestó la Conquista, es factible tomar en cuenta el medio en que se organizaba la vida diaria durante aquellos años.

Los siglos XVI y XVII son fundamentales para consolidar la administración del virreinato en su economía, a través de minas, impuestos, diezmos y comercio interno, es decir, la riqueza en su expresión más alta; además, jerarquizar –en la medida de lo posible– el poder en lo religioso-político para nutrir la Corona pues, al final, los territorios de Indias eran principal benefactor de recursos para España.

Situarse al otro lado del mundo implicaba ya de por sí un profundo problema: ¿cómo se deberían gobernar los nuevos territorios? Los primeros responsables para ello fueron los ayuntamientos, quienes tenían a su cargo disponer solares para cultivos, impartir justicia, legislar sobre leyes y bandos, así como recibir instrucciones desde la Península. En pocas palabras, los cabildos eran la autoridad más alta, no obstante, los clérigos cada vez iban cobrando fuerza en las decisiones tomadas, ya que mientras no les afectaran se consagraba su venia.

Con la instauración del virreinato –en otro momento se hablará de Hernán Cortés– la idea consistía en “reorganizar” el territorio, fundamentarlo mediante los intereses de España, sólo para terminar con repartos unilaterales: el ganador se lleva todo, premisa para este caso. Cada virrey era quien repartía en público y privado, calmaba las aguas –de ser necesario– y debía contar con “mano dura” pues las circunstancias lo exigían.

Sin embargo, también llevar una relación sana y cordial con el clero: del trato conciliador se garantizaba su aprobación en Europa; inclusive, durante los años posteriores al diferenciar entre regulares y seculares, las barreras entre virreyes y arzobispos fueron siendo menos. El poder (casi) absoluto fungía como premio a los ojos de ambos extractos. Relajar el gobierno de la Nueva España era peligroso más al considerar que las autoridades civiles para mediados del siglo XVII ya no eran administradores sino acaparadores y responsables de prebendas hacia sus favoritos.

Se lucraba con precios de granos, entrega de puestos primordiales desde Palacio, aunado a que no se regulaba el actuar del Santo Oficio: era común despojar de bienes a los imputados, tenerlos presos hasta morir víctimas de tormentos o simple olvido, dilatar los procesos según sus propios intereses. El yugo social era imponente, por atribuirle algún calificativo: entre la espada y la pared, lejos de toda justicia, “nepotismo” de lleno.

Estas y otras conductas durante la Colonia son bien observadas por Luis González Obregón en su libro “Don Guillén de Lampart. La Inquisición y la independencia en el siglo XVII”, gracias al cual se conoce a detalle el caso Guillén de Lampart, irlandés de nacimiento llegado a la Nueva España desde Cádiz en la misma flota que Juan de Palafox y Mendoza, así como el nuevo virrey, Diego López Cabrera, duque de Escalona y marqués de Villena, hacia mediados de 1640.

El caso de Lampart es apasionante, hombre letrado, conocedor del Derecho Romano, leyes de la época aunque no menos falsificador y mentiroso, adelantado de su tiempo o simple loco que tuvo la intención de convertirse en Emperador de México, derrocando a todas las autoridades, valiéndose del apoyo de todos los marginados por la Corona; en sí, hombre con un sueño de libertad que iba tan lejos como imposible.

Además, Lampart corrió con las peores de las suertes: descubierto en su “intento” de motín, difícil concebir la idea de un “golpe de Estado”, fue hecho prisionero por el Santo Oficio, sometido a proceso durante 17 años y 228 cargos en su contra, entre ellos, herejía. Sobra decir que la pena alcanzada fue el Auto de Fe, ser quemado públicamente.

¿Cuál es la importancia histórica de Guillén de Lampart? Si bien no modifica el imaginario colectivo dedicado a la Inquisición, peyorativamente hablando, deja en claro cómo operaban las instituciones novohispanas, aunado a la corrupción que alcanzaban desde todos los niveles sociales, especialmente en altas esferas políticas. Lampart pudo no ser condenado a la hoguera, pues en lo central del caso nunca habría logrado el apoyo siquiera económico para su revuelta, pero al acusar a inquisidores de toda clase de crímenes ganó su penitencia. El grado de oportunismo llegó al grado de ser “reclamado” por la Corona para trasladarlo a España, aunque la petición nunca fue cumplida.

Terminó siendo ajusticiado con el rigor de tales tiempos, obviamente, sin acceder a defensas meritorias. El mérito de observar en Luis González Obregón este proceso sirve para conocer en la distancia qué tanto se ha modificado la administración de gobierno desde la Nueva España hasta la actualidad. A primera vista, en casi nada, sólo se validan los regímenes aunque de fondo siga vigente la premisa de “el que no transa, no avanza”, grito de batalla durante –al menos– los últimos cuatrocientos años.

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