El pasado 17 de marzo, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, declaró formalmente abolido el modelo neoliberal en nuestro país, durante su discurso en la clausura del foro “Planeando juntos la transformación de México” en el Palacio Nacional. Según López Obrador, ahora habremos de construir un modelo llamado pomposamente “posneoliberal” (sí, leyó usted bien, así, con dos prefijos). Con esa “abolición” recibió eufóricos aplausos de quienes asistían al foro y se ganó sus simpatías sinceras, pienso yo. Pero para que no nos hagamos bolas, comenzaré diciendo que, según algunos analistas del neoliberalismo, que antes fue liberalismo a secas, el posneoliberalismo es un sistema en el que “el Estado vuelve a adquirir la dimensión de agente rector de la vida social y lo público se coloca encima de lo privado”, pero, advierte Pablo Dávalos en su texto “El posneoliberalismo: apuntes para una discusión”, también es un sistema en el que se “corre el riesgo de (…) encubrir y legitimar prácticas gubernamentales que lesionan los derechos de los trabajadores, destruyen el tejido social, cooptan a las organizaciones sociales en el interior del aparato del gobierno, expanden la frontera extractiva, criminalizan las disidencias”. ¡Ah!, creo que ahora sí ya nos vamos entendiendo. Pero, vamos un poco más despacio.

Dijo López Obrador: “Es el momento de expresar que para nosotros ya se terminó con esa pesadilla que fue la política neoliberal; declaramos formalmente, desde Palacio Nacional, el fin de la política neoliberal, aparejada esa política neoliberal con su política económica de pillaje, antipopular y entreguista. Quedan abolidas las dos cosas, el modelo neoliberal y su política de pillaje, antipopular y entreguista (aunque la verdad es que la triada es consecuencia de lo primero; es decir, no son “dos cosas”, sino una misma: causa y consecuencia. Ya desde ahí, mal comenzamos). El mercado -dijo- no sustituye al Estado, esa fue una patraña para imponer la política neoliberal”. Muy bien. Pero lo cierto es que López Obrador nos quiere vender como nuevo un viejísimo discurso, usado ya hace bastante tiempo por quienes él dice combatir: en 1997 el propio Banco Mundial, máximo gendarme del sistema capitalista internacional, proponía en su Informe de Desarrollo Humano el retorno del Estado a la economía “como una necesidad económica de la globalización financiera”, dice Dávalos en el mismo texto, y añade: “Para el Banco Mundial, no se trataba de saber si el Estado tenía que formar parte activa de la economía sino la medida de esa participación”.

En sus diferentes fases de desarrollo como sistema económico, el capitalismo siempre ha necesitado del Estado para desarrollarse, autorregularse y retrasar muerte como sistema. El ingreso de la gran industria al proceso de producción de mercancías, en el último cuarto del siglo XVIII, mostró la cara más feroz del capital, que obligaba a trabajar a los obreros jornadas laborales que, en Inglaterra, se tradujeron en muertes por inanición, reducción de la talla de la población y otros males que escandalizaron a la sociedad; el Parlamento (el Estado) y la lucha obrera, a pesar de los patrones de fábrica y sus teóricos, como el célebre Nassau Senior, impusieron legalmente la jornada de las 10 horas para los trabajadores. “La ley de las 10 horas ha salvado a los obreros de su total degeneración y ha garantizado su salud física”, sentenciaron entonces los reportes ordenados por el Parlamento (El Capital, pág. 241).

Pero la ambición no descansa y así, gracias al desarrollo de las máquinas, durante la segunda mitad del siglo XIX, el capital ganó terreno y devastó todo en el curso de su desarrollo: empobrecimiento general de la población, creación de una pequeña clase de superricos, la Primera Guerra Mundial, que estalló en 1914 como consecuencia de la expansión del capital hacia otros países en busca de nuevos mercados y, como punto álgido, la crisis de 1929 que azotó, fundamentalmente, a Estados Unidos de Norteamérica. Una vez más, el Estado se vio obligado a intervenir para frenar lo que parecía una crisis del sistema que anunciaba su fin: el “Estado Benefactor” keynesiano fue la respuesta a la gente empobrecida que comenzaba a ver con buenos ojos el comunismo naciente en varios países. Tras la Segunda Guerra Mundial, la “Guerra Fría” obligó al capitalismo a limarse las garras, pero no bien cayó el Muro de Berlín, en 1989, cuando el neoliberalismo emergió con toda su fuerza y poder. La resultante: pobreza y desigualdad crecientes en todo el mundo. El sitio de noticias inglés BBC News reportaba hace apenas dos años: “Las ocho personas más ricas del mundo acumulan en sus carteras más riqueza que la mitad de la población del mundo más pobre, unos 3,600 millones de personas. Así lo muestra un nuevo informe de la organización contra la desigualdad Oxfam, el cual afirma que la brecha entre ricos y pobres es <<más grande de lo que se temía>>”. Recientemente, el Banco Credit Suisse, desnudó “la enorme desigualdad que existe en la 11º economía más importante del planeta”, según reportó la agencia RT: 39 mexicanos “individualmente disponen de más de 10 mil millones de pesos mientras que en su contracara son 96 millones de habitantes bajo la línea de pobreza”. Esto se refleja también en que el 1 por ciento más rico de México se reparte el 40 por ciento de la riqueza nacional o en que el 10 por ciento más adinerado percibe el 70 por ciento de la riqueza del país. “Por eso Oxfam -adivierte otro sitio- ha recomendado que los gobiernos graven la riqueza en niveles más justos, eleven las tasas sobre los ingresos personales y los impuestos a las empresas, que eliminen la evasión fiscal de las grandes empresas y los más ricos. También llama a brindar una mejor atención médica, educación y servicios públicos universales y gratuitos, garantizando que las niñas y las mujeres, especialmente vulnerables a los recortes sociales por todo lo que ello conlleva, también se vean beneficiadas con estos cambios”. Es decir: el Estado debe intervenir, una vez más, antes de que la presión social estalle y no haya vuelta atrás.

Pero el presidente de México y su política “posneoliberal” hacen todo lo contrario, porque el liberalismo, pese a todos los prefijos que se le pongan para enmascararlo, obedece a un solo amo: el hambre de ganancias del capital. López Obrador, pues, practica la ortodoxia neoliberal, aunque le endulce el nombre. Así, por ejemplo, en noviembre pasado la bancada de Morena en la Cámara de Diputados echó reversa en la propuesta de limitar las comisiones bancarias a los usuarios, lo que afectaría a los bancos, cuando López Obrador dijo que no haría “ninguna modificación al marco legal que tiene que ver con lo económico, financiero y fiscal”. En diciembre, bajo el argumento del combate a la corrupción, el Gobierno federal disminuyó drásticamente del Presupuesto de Egresos de la Federación 2019 el Ramo 23, con el que se podía crear infraestructura básica en colonias y pueblos marginados; de manera que ya no habrá construcción de escuelas, aulas, sistemas de energía eléctrica, redes drenaje y agua potable, entre otras cosas, por esta vía y los pueblos padecerán, sobre su pobreza, la falta de servicios básicos. La Cuarta Transformación también redujo en términos absolutos el presupuesto de los estados y municipios y se adjudicó el monopolio de las obras que se construirán. Por si fuera poco, suspendió definitivamente los apoyos a las estancias infantiles, los comedores comunitarios que hasta 2018 tenía a 500 mil beneficiarios y los albergues para mujeres víctimas de violencia. Además, bajo la bandera de la “austeridad republicana”, a mediados de julio de 2018 el presidente de México anunció el despido del 70 por ciento de la estructura de trabajadores del gobierno y varias dependencias ya han hecho lo propio, lo que ha redundado en un incremento del desempleo en enero de este año, según informó el Inegi. Entrevistado por el portal Animal Político, el Doctor José Fernández Santillán, investigador del Tecnológico de Monterrey, afirmó: “López Obrador habla en contra del neoliberalismo; sin embargo, está aplicando un neoliberalismo reforzado, en el sentido de que está desinstitucionalizando al país con el recorte al presupuesto público, el despido masivo de trabajadores del gobierno y la descentralización de oficinas públicas”, y concluye: “está debilitando al Estado como institución, pero está fortaleciendo a su persona”. No hay que hacer mucho esfuerzo para recordar aquella frase del absolutista Luis XIV de Francia, el Rey Sol, quien proclamó L’État c’est moi (el Estado soy yo).

Termino. Para la ortodoxia liberal, en todas sus versiones, feroces o edulcoradas, la sociedad no existe, es una abstracción vacía, un conglomerado de individuos sueltos y dispersos. El individualismo, como soporte ideológico del sistema económico, se levanta como la filosofía dominante, y desaparecen, por tanto, la solidaridad y la unión para la defensa de los intereses comunes. Por eso, el liberalismo combate la organización de las masas como a la peste, la persigue y, de ser posible, la criminaliza y trata de sofocarla usando para ello la fuerza del Estado. Así se explica, también, la campaña de ataques del presidente de México contra el Movimiento Antorchista Nacional, acusándonos de “intermediaristas”, “mocheros”, “huachicoleros” y un largo etcétera de absurdas calumnias, y su negativa absoluta a solucionar nuestras justas demandas, presentadas todas en un pliego petitorio que podemos hacer público porque no exige nada que no sean obras para colonias y comunidades humildes que las necesitan para hacer menos pesada su vida de pobreza.

Pero, muy a su pesar, Antorcha existe como una organización fuerte, estructurada y curtida por 45 años de lucha. Y, de persistir los ataques y la nula solución de demandas, los antorchistas de carne y hueso se harán presentes en las calles para exigir soluciones concretas a la Cuarta Transformación y contra el modelo “posneoliberal” que López Obrador impulsa en México. Si el Estado es él, la fuerza del pueblo organizado somos nosotros. Y la haremos valer.

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