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Desde hace mucho tiempo los mecanismos para combatir la inseguridad pública se centran en la reacción frente al delito: más policías, patrullas, capacitación, armamento, cárceles, elevación de penas, hasta llegar al de militarizar la seguridad pública. Las propuestas que se debaten en estos días están permeadas, de manera dual, por una posición política frente al establishment y a la siguiente administración. Más que establecer punto de partida en la premisa sobre qué tipo de sociedad aspiramos a construir en colectivo, están imbuidas del espíritu faccioso de la disputa por el poder del Estado. El común de estos planteamientos, si bien reconoce la existencia y gravedad del problema cuya solución supuestamente pretenden, no hace esfuerzo por examinar científicamente cuáles son las causas generadoras de los inhumanos índices de criminalidad que permitan atacarlos desde su raíz.

Las propuestas que está generando el próximo gobierno están siendo cuestionadas con argumentos provenientes de análisis parciales, ya sea porque impliquen oponer una visión partidista, la disputa del poder, exaltar virtudes de los métodos antes aplicados, o la simple intención de descarrilarlas mediante la descalificación. El fenómeno criminal como se presenta en la realidad política, económica y social actual, es bastante complejo. Reducir su alcance y solución a la gastada expresión “somos más los buenos que los malos”, nos aleja de la posibilidad real de comprensión de esa complejidad.

La inseguridad pública es la resultante necesaria de dos factores íntimamente ligados: la existencia de criminalidad y el descuido u omisión de las autoridades constitucionalmente obligadas a perseguirla y castigarla. Éste último factor da origen a la categoría jurídica y social de impunidad que, a su vez, impulsa en retroalimentación la tendencia alcista de la inseguridad. El problema social de impunidad es de vital importancia atendiendo a tres factores fundamentales: a) otorgar seguridad pública a la población y perseguir el delito para castigarlo, son deberes y obligación del Estado; b) de acuerdo con las mediciones del Índice Global de Impunidad México 2018, la impunidad llega a alcanzar niveles hasta del 99 por ciento, convirtiendo a México en el cuarto país más impune a nivel mundial; c) ésta correlación entre criminalidad e impunidad genera las altas tasas de inseguridad pública que están pudriendo el tejido social.

Contra lo que podría suponerse, tales índices delincuenciales no alteran el usual ritmo y desenvolvimiento del aparato productivo social, los estándares de productividad y producción, ni las altas tasas de ganancia con las que operan las grandes empresas privadas que dominan la economía nacional. Tampoco entorpece las decisiones políticas, ni la acción del Estado; las personas que ocupan cargos de autoridad representativos de aquél, salvo raras excepciones y contadas ocasiones, no enfrentan problemas de inseguridad pública. Estos hechos se tornan extraordinarios y sorprendentes porque las medianas y pequeñas empresas también quedan a merced de la delincuencia al igual que la población pobre. ¿Por qué ocurre así? La hipótesis más elemental, derivada del índice de impunidad delictiva registrado, sugiere que la criminalidad es parte integrante e inherente al funcionamiento tanto del modelo económico capitalista globalizado que organiza la economía del país, como del régimen político dominante que le ha dado viabilidad y soporte jurídico.

La delincuencia no es un fenómeno que pueda, o deba, explicarse únicamente asociándolo a la pobreza material de las personas; ese podrá ser solo uno de los resortes que la muevan, pero no el que la decide y determina socialmente. La pobreza es una categoría social creada por el sistema económico, como antípoda obligada de la imparable –y criminal- concentración de riqueza en pocas manos. La delincuencia por pobreza –delincuencia social- atiende a la satisfacción de necesidades de subsistencia derivadas de la falta de trabajo o bajos salarios, carencia de educación, techo y futuro social; necesidades humanas aprovechadas para activar la competencia por las fuentes de trabajo y para el abaratamiento social de la mano de obra requerida para la producción de mercancías y servicios, y la obtención de ganancia del capital.

La delincuencia social puede ser utilizada mediáticamente para velar y encubrir otros tipos fundamentales de delincuencia que atienden al ejercicio del poder público y a la organización económica de un país. La delincuencia organizada atiende a exigencias de acumulación de capital; se desenvuelve bajo el paradigma establecido por la Convención de Palermo <<No existe delincuencia organizada sin protección gubernamental>>; y en ciertas circunstancias su ejercicio está asociado al gran capital como una de las formas económicamente aceptables de su crecimiento. Por su estructura funcional, actividades de intercambio comercial y propósitos de lucro, estas organizaciones delictivas son auténticas empresas fuera de legalidad.

En el plano del quehacer político se cultiva y desarrolla la alta delincuencia o delincuencia de cuello blanco, como método privilegiado para el traslado facineroso de bienes públicos a manos privadas para la acumulación de capital y conversión convenenciera de algunos empresarios en funcionarios públicos o, algunos de éstos, en prominentes directivos empresariales. La existencia de estas categorías delincuenciales ayuda a comprender fácilmente por qué las cárceles están repletas de personas pobres y, en términos delictivos, explica por qué en ellas, ni son todos los que están, ni están todos los que son. La diferencia está en el trato político judicial que se otorga a unos y otros delincuentes.

Las deformaciones sociales que propicia el capitalismo imperialista globalizante, entre la brutal concentración de la riqueza y su contraste con la expansión de la miseria en enormes capas de la población que llega por vía de los mecanismos legales, económicos y tecnológicos de abaratamiento de la mano de obra, tienen por efecto lógico la contracción o desvencijamiento del mercado interno. Bajo la lógica de que aumentar salarios implica perder competencia frente a los productos baratos que provienen del exterior, el remedio que se aplica para mantener activo el mercado interno es la delincuencia. Los delitos patrimoniales se convierten en formas irregulares, ilegales, de redistribución de riqueza que económicamente cumplen el objetivo deseado. Lo que puede verse, medirse y contarse es que la escalofriante y aterradora inseguridad pública que va degradando la vida social tiene sus fuentes en las necesidades y exigencias del capitalismo imperial y, por ello, el Estado la persigue y castiga solo al uno por ciento. La impunidad es aderezo de la pobreza material del grueso de la población y adorno de la miseria moral de los capitalistas.

Heroica Puebla de Zaragoza, a 28 de noviembre de 2018.

José Samuel Porras Rugerio

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