Cesar perez gonzalez

César Pérez González
@Ed_Hooover

Opuestos en latitudes, cercanos en las influencias que lograron establecer que México, Giorgio de Chirico, José Clemente Orozco, Julio Ruelas y Rufino Tamayo, bien pueden encontrar aproximaciones no en la manera en que se determinaron entre sí para profundizar en estilos, aunque sí en la forma cómo sus respectivas obras calaron en las generaciones de jóvenes durante la primera parte del siglo pasado.

Algunas veces contradictorios, otras más inmersos en política, los tres pintores resultaron decisivos para entender el lapso histórico que les tocó vivir. No obstante, fue en territorio mexicano donde sus trazos fueron bien recibidos y trasladadas sus visiones hasta el aspecto poético.

Giorgio de Chirico, uno de los exponentes menos abordados en el país, al comienzo de la década de los veinte fue catalogado como impresionista hasta poscubista, sin embargo, una de sus características es el denominado “rigor estético”, que funciona como condición para tomar en cuenta aisladamente un espacio que es “despejado de accidentes”.

Para el italiano, esto equivale a decir que es un espacio cercano a lo inmutable, incluso, la crítica actual asegura que estos elementos se aproximarían a la lírica de Xavier Villaurrutia, también empleando rasgos de la pintura metafísica de Chirico en el sentido del uso de los planos horizontal y vertical.

Los planos se relacionan con la utilización de perspectivas basadas en luces uniformes que resultan un tanto irreales, de ahí que los espacios inanimados son los que abundan en la obra del italiano, donde las estatuas contienen atemporalidad, pues ésta todo lo cubre.

En el ámbito simbólico, las estatuas se transforman en parte de un “mobiliario doméstico”, logrando un ambiente cubierto por el sueño. No es una casualidad que en el italiano se haga presente el desdoblamiento en un sueño que bien puede ser lúcido.

Ahora bien, en el caso de José Clemente Orozco, se vislumbra un mundo plagado de angustia donde el orden desaparece sobrecogido por la inquietud, configurándolo como un ser atormentado, quien es capaz de ofrecer un estremecimiento, un calofrío de horror, es decir, un estremecimiento de horror.

Precisamente, este diagrama de posibilidades recuerda a Julio Ruelas sinónimo de fineza que llevó sus líneas a experimentar lo más trágico del tiempo que le tocó habitar, enfrentando miedos hasta retratar penas morales, exigencia del cuerpo, deleite anónimo que se sacia a escondidas.

Ruelas no es pintor de todos los gustos y a menudo se le ningunea. Es simple, su historia familiar lo ha condenado a ojos de extraños, y su tradición signa épocas condenadas por narraciones oficiales, reflejo del dogma posrevolucionario.

Su imaginario remite –por donde quiera entenderse– a trazos que serán aplaudidos en David Alfaro Siqueiros, María Izquierdo o Leonora Carrington: cosmovisión peregrina del cielo al inframundo.

Además, es ícono del Modernismo mexicano, corriente desvanecida cuando el siglo pasado apenas despertaba y que tuvo en el poeta Enrique González Martínez a uno de sus mayores defensores. A manera de correspondencia con esta avanzada, sus ilustraciones fueron compañía de extractos líricos de José Juan Tablada, Efrén Rebolledo y de Amado Nervo, entre otros, tradición que poco a poco fue perdiéndose, símbolo de compromiso intelectual de aquellas generaciones.

Sobre Rufino Tamayo, si bien su estilo no se ajusta al ambiente de sus coetáneos, representa quizás junto a Diego Rivera ruptura y surgimiento de una tradición hasta ese momento evitada. Su legado no es otro que la responsabilidad artística.

Espíritu inquieto, hombre de formas, comparado contra Diego Rivera no es leyenda o voz censora, sino fruto real apasionado que supo cambiar la pluma por luz y colores, de quien vale la pena rescatar su nombre, trabajo visual hecho uno solo, a 25 largos años de su muerte. Tamayo no pretendió ser maestro ni apropiarse de la cada vez más dominante Bellas Artes y esferas políticas. Optó por ejercer diálogo con jóvenes, luchando por renovar la anquilosada escolástica que impedía su ascenso profesional.

El grado de influencia que impregnaron en la literatura mexicana al comienzo del siglo anterior puede establecerse en dos grupos antagónicos, Estridentistas y Contemporáneos, aunado a la difusión que desde la naciente Secretaría de Educación Pública quedó institucionalizada. Su importancia yace en el imaginario social y artístico, como muestra de una época lúcida en México.

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