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Por César Pérez González (@Ed_Hooover)

Juego de miradas, algunos instantes que parecen fugarse del imaginario social mediante los contrastes; íntima añoranza de quienes optan por guardarse una palabra sobre el recuerdo. Caminos que –definitivamente– elevan su altura con ramas y piedras: una visión sin acabar; lente expresivo, narrativa diaria aguardando ser descrita, estilo de la fotógrafa Robin de Puy.

De manera predominante prefiere el uso del blanco y negro por encima de colores inestables; sabe cómo explotar sus contrastes evitando saturar sus imágenes. Pareciera –sin embargo– que no basta con situarse en el instante requerido, al contrario, es fundamental entender el contexto, los símbolos y jugar con ellos, no adueñarse sino moldearlos.

Nacida en Países Bajos en 1986, Robin de Puy es un caso aparte en la fotografía actual; sin preferir el periodismo, la artista se ha encargado de contar historias de vida en una suerte de antítesis: sus modelos siempre están en movimiento: dialoga con las estructuras cercanas al lente, como si fueran un todo que necesita ser interpretado.

No forzar dicho acomodo en el plano, de otra manera la instantánea terminaría siendo “crónica de engaño”. Evita –por así llamarlo– una estoicidad no justificada, pues entiende que su trabajo trasciende a la memoria. Eso es, cada imagen quedará enlazada con un fragmento histórico y, por ende, la rigidez deberá estar fuera de la ecuación.

De ahí que los símbolos que emplea son tomados de la vida diaria, sin artilugios novedosos en su obra: lo mismo sombras al costado, contraluces emergiendo en ángulos bajos o incesantes proyecciones del “otro”, sujeto que complementa la óptica por la cual se inclina. Robin de Puy ha terminado marcando una línea en la cual comienza a dejar huella.

Entre otros, la fotógrafa ha dado a conocer su labor en medios, como “New York Magazine”, “Bloomberg Businessweek”, “ELLE”, “L’Officiel”, “Volkskrant”, tanto en Europa como América del Norte, aunque en fechas recientes queda situada en la narrativa “campirana” de Estados Unidos. Si bien el aspecto social es motor de su trabajo, florece en ella la calidad humana de los “olvidados”, seres desapercibidos aunque visibles en carencias del minuto a minuto.

Así, uno de sus proyectos más renombrados ha sido aproximarse a los retratos de Randy, un adolescente estadounidense que sirve como “modelo” del tiempo en lo más profundo de la campiña rural. Hacia 2015, Robin de Puy atravesó dicho país en motocicleta; su objetivo era terminar un libro llamado “Si esto es verdad”.

Fue en Ely, localidad de Nevada, donde halló al joven: tras algunos permisos necesarios con sus padres, fotografió a Randy; primer acercamiento que desembocó en un proyecto amplio y total. Sus rasgos quedaron establecidos de inmediato: aspecto frágil, rostro asombroso, orejas grandes y dientes irregulares. Una mirada que parecía decir todo y nada, aseguraba la artista.

Un año después, para 2016, Robin de Puy regresó a Estados Unidos para continuar con el proyecto sobre Randy, tras dejarlo algunos meses en cuanto regresaba a Europa. Su ideal se fundamente en una premisa simple, pero alentadora: nunca había encontrado alguien que le permitiera observar con tanto espacio.

Esta posibilidad de seguimiento es reflejo del interés por la vida, es decir, si algunos logran –siquiera– obtener un objeto al cual “desentrañar”, la fotografía termina siendo un vínculo humano con el pasado reciente. No es efímero el “hoy”, al contrario, perdura su mirada en cada ángulo, preservándola hasta develar la condición de lo real, lo palpable durante un segundo, escaso.

Dicho recurso gráfico convierte al joven Randy en testigo del arte en cuanto una herramienta para conmover; la vida, faenas, etcétera, son íconos del semblante natural que cimienta esta clase de expresión. Lo anterior –irremediablemente– lleva implícita la pregunta ¿hasta qué punto el artista debe convivir con su modelo? Es simple, cada emoción debe ser empática con otra, de lo contrario cómo explicarla, colocarse en su lugar y retratarla.

El trabajo de Robin de Puy ofrece una mirada cálida, sin atisbos de superioridad e ingresando al terreno de lo familiar, elemento íntimo que la acerca al costumbrismo en su ambiente original para quien prefiere hallar en el silencio discursos hermanados con la memoria.

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