Aunque se venía discutiendo desde 1988 y luego de tres participaciones altamente competitivas en elecciones presidenciales, la posibilidad de que un candidato populista llegue a la presidencia de México está en el escenario de las tendencias electorales de este año de 2018. El problema está en dilucidar si se trata de un ciclo o de un periodo.

El debate lo calentó en el escritor e historiador Enrique Krauze. El pasado 7 de marzo publicó un artículo en el The New York Times para advertir, en pocas palabras, que la democracia corre el riesgo de ser derrotada si el modelo populista de Andrés Manuel López Obrador gana la presidencia. Afirma que México puede caer en el modelo venezolano de Chávez-Maduro.

Si es importante debatir si México tendría condiciones de imitar a Venezuela vis a vis estructura institucional y correlación de fuerzas sociales, para mí es más prioritario indagar cómo el esfuerzo democrático mexicano 1968-2018 regresó a la posibilidad de restaurar el populismo, ahora en su versión venezolana.

El marco histórico es importante: en 1977 el historiador Arnaldo Córdova concluyó que la ideología de la Revolución Mexicana no era revolucionaria ni socialista, sino populista. En efecto, el presidente Cárdenas (1934-1940) declaró con todas sus letras que su gobierno era socialista y que se dinamizaba a través de la lucha de clases. Sólo que nunca desapareció la propiedad privada y organizó al proletariado como masa y no como clase. La intermediación política consolidó el modelo populista: gobernar para las mayorías, pero con el consenso de las minorías, repartiendo beneficios y sobre una economía mixta privada-estatal-social.

Este modelo populista de administración del poder duró de 1934 a 1982. Su periodo de auge logró el milagro económico de PIB promedio anual de 6%, con tasas de inflación de 3%. El populismo se transformó en 1956 en un modelo tecnocrático-populista: desarrollo estabilizador, es decir, el control de la inflación como eje y una política presupuestal de bienestar social. En 1970-1982, sin embargo, los presidentes Luis Echeverría y López Portillo, aumentaron el gasto, mantuvieron igual los ingresos, dispararon la inflación y metieron al país en la devaluación: el valor del dólar pasó de 12.50 pesos en 1970 a 20 mil pesos en la actualidad.

En 1982 llegaron al poder los tecnócratas anti populistas, bajo el mando de Carlos Salinas de Gortari. Esta élite regresó la economía a la estabilidad inflacionaria, a partir de tres decisiones: bajar el gasto social, disminuir el PIB y controlar los salarios. La inflación había llegado a 150% anual en 1987 y logró bajarse a tasas promedio anual de 4% a partir del 2001. A diferencia del viejo populismo, esta vez no hubo bienestar social; al contrario, los recortes de gasto aumentaron el número de marginados.

Este es el trasfondo del escenario actual: los gobiernos tecnócratas formalizaron el modelo neoliberal de mercado bajo la supervisión del Fondo Monetario Internacional. La inflación está bajo control, pero a condición de salarios bajos, PIB bajo y gasto social bajo. En la actualidad, de acuerdo con cifras oficiales, el 80% de los mexicanos vive con carencias y el 10% de los más ricos tiene el 50% del ingreso, contra el 90% que se reparte el otro 50%.

La democracia liberal llegó, en efecto, con los tecnócratas. Sin embargo, descuidaron la parte social. En 1988 apareció Cuauhtémoc Cárdenas como abanderado del populismo tradicional priísta similar al de su padre, logró 31% de votos en las presidenciales y bajo a menos de 20% en votaciones posteriores. El PRD nació bajo el mando de los priístas cardenistas, con el registro legal del viejo Partido Comunista Mexicano. En el 2000 emergió el liderazgo de López Obrador como abanderado de las causas populares y construyó una hegemonía de movimientos sociales en las calles que impusieron poco a poco su fuerza política y social.

A reserva de analizar pronto el populismo de López Obrador, aquí importa más señalar como tesis que el populismo cardenista o lopezobradorista fue producto de la marginación social mayoritaria provocada por el neoliberalismo de mercado que se fortaleció con la democracia liberal. Sin marginados sociales, el populismo hubiera quedado como propuesta minoritaria. Cárdenas y López Obrador pudieron consolidarse apelando al apoyo de esos grupos.

El apoyo masivo al populismo no es de clases; el proletariado mexicano fue desclasado por Cárdenas y el PRI y se asumió como masa; por tanto, no votan como clase, sino como masa desclasada; es decir, derivó en el lumpen descubierto por Marx en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte. Son masas que esperan sólo programas asistencialistas, dinero regalado, beneficios directos, y que asumen su poder no como clase sino como voto cautivo.

El PRI inventó el modelo, sólo que en sus tiempos había clases organizadas y Estado de bienestar. Hoy es masa de apoyo, sin forma, sin ideas, sin objetivos; quien da más tendrá su voto. El saldo social del neoliberalismo mexicano prohijó el populismo de masas desclasadas y resentidas. La democracia liberal acentuó su interés en la democracia procedimental–respeto al voto, sobre todo–, sin crear un discurso ideológico de democracia como forma de convivencia social y de justicia distributiva. Paradójicamente, la democracia liberal puede instaurar en México el modelo de populismo social de masas con liderazgos mesiánicos. Todos los afectados políticos, económicos y sociales por la democracia se han pasado al lado de López Obrador.

La clave se localiza en la conexión liberalismo moral-neoliberalismo de mercado salvaje. Y desarrollando está fórmula podría haber salidas. Sólo que en algunos países no hay tiempo.

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@carlosramirezh

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Periodista desde 1972, Mtro. en Ciencias Políticas (BUAP), autor de la columna “Indicador Político” desde 1990. Director de la Revista Indicador Político. Ha sido profesor universitario y coordinador...