Columnistas-AquilesCordovaMoran

En el ámbito de lo social existen palabras curiosas de universal aceptación y de uso tan frecuente y repetido que se convierte en abuso; nadie acierta, no obstante, a definir su contenido real con exactitud y precisión. De esta indefinición semántica se deriva que tales palabras sirvan lo mismo para un barrido que para un fregado; lo mismo para evidenciar una posición de avanzada que para encubrir los peores propósitos reaccionarios. Son, o mejor dicho, pueden ser, palabras-máscara, palabras-trampa.

Filosóficamente hablando, el fenómeno se explica o bien porque tal palabra nunca ha tenido el carácter de una verdadera categoría científica o bien porque los intereses sociales en pugna la han despojado del mismo para convertirla en un simple instrumento de manipulación ideológica. Dejan de ser, entonces, expresión más o menos fiel de un fenómeno o de un aspecto de la realidad social para convertirse en instrumento de los intereses políticos y económicos de un estrato o de una clase social. Tal es el caso de la palabra democracia. En efecto, en nuestros días es muy difícil encontrar, en el mundo entero, una palabra más ensalzada, más repetida, más invocada, con más prestigio social, que la palabra democracia. Todos los partidos, todos los movimientos, todos los programas políticos, todos los individuos incluso, se sienten obligados a hacer profesión de fe democrática, so pena de ser tachados de herejes y retrógradas.

La democracia es definición, es escudo y es pasaporte. Democracia es el concepto límite, el non plus ultra de nuestro tiempo. Se diría que nuestro desgarrado mundo ha encontrado, por fin, el camino a la reconciliación universal, que está cerca el día de la confraternidad mundial, unidos todos los hombres por el común amor a la democracia (dígalo, si no, cierta oposición de izquierda que, movida por el sagrado fuego democrático, se ha apresurado a reconciliarse con quien se suponía su enemigo histórico, para dar juntos la pelea contra el antidemocrático PRI). Por la democracia luchan los partidos políticos de oposición en México en contra del PRI, y por la democracia este partido y su gobierno se defienden y contraatacan a sus enemigos. ¿Qué pasa aquí? ¿Cómo se explica la paradoja de que, declarándose todos en favor de la democracia, en vez de unificarse se enzarcen en una lucha encarnizada? ¿Por quién optar? ¿Quién es el verdadero demócrata?

La explicación, como ya lo dijimos más arriba, estriba en que la palabra democracia ha sido vaciada de su contenido real, científico, para convertirla en una verdadera alcahueta de los intereses (casi siempre, mezquinos) de ciertos grupos y partidos políticos. De categoría política se ha convertido en anzuelo, en trampa para atraer incautos, para ganar clientela política presentando un rostro amable que no es el verdadero. Esto es, todo mundo habla de democracia y se dice demócrata, pero cada quién se ha forjado su propio concepto de democracia, a la altura y medida de sus intereses de grupo y de partido. No cabe ninguna duda, por ejemplo, de que el pueblo mexicano, los trabajadores de la ciudad y del campo, claman democracia, exigen democracia. Pero a buen seguro, también, la democracia que el pueblo quiere no es la misma que quiere y defiende el gobierno de Estados Unidos, la plutocracia mexicana o, me atrevo a decirlo, la que propugnan ciertos “revolucionarios” de café. Por eso no basta, no debe bastar ya, que un grupo o partido se autoproclame “democrático” para que, automáticamente, sea considerado como “revolucionario” y “progresista”. Es necesario exigirle que vaya mas allá, que explicite sus propósitos, que declare puntualmente, sin tapujos, su programa de lucha. De otro modo, hay que sospechar que tras de sus atronadoras declaraciones de amor democrático, se esconden fines inconfesables.

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