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Retador en la mirada, súbito despliegue de colores y expresionista dueño de una objetividad profunda, Otto Dix optó por no seguir con el orgullo prusiano hasta refugiarse bala sobre bala de la Primera Gran Guerra, y seguir incondicionalmente el colapso alemán de 1918 como tantos militares, compañeros de trincheras.

Luego de los conflictos bélicos que azotaron a Europa a finales del mil ochocientos, la paz se había prolongado lo suficiente para cualquier hostilidad detonara roces, al menos en un comienzo, diplomáticos. Incluso, fue común que países armaran sus ejércitos para entrar en acción de inmediato. La guerra ya no era justa, sino necesaria.

En lo riguroso la ciencia avanzaba, surgiendo a la par desarrollo tecnológico, nuevos quiebres de pensamiento e incipientes vanguardias, réplica a la sociedad corrupta burguesa, contaminante del espíritu.

Contexto suficiente para que intelectuales vieran en la guerra una salida para refundar el carácter humano, sacándolo del amor por los objetos, dinero, poder, ilusión que pronto los dejaría sumidos en pobreza. Su ideal se basaba en crear una sociedad nueva cimentada con seres renovados.

De ahí que vanguardistas en su tono habitual de ruptura fueran primeros voluntarios en alistarse cuando era inminente el conflicto, entre ellos Otto Dix: no acudían al llamado en cuanto fanáticos, lo realizaban como experiencia de vida que los acercara al arte perfecto y separación de todo lo establecido, como el Futurismo italiano.
Influenciado por textos de Friedrich Nietzsche, Otto Dix recuerda en sus líneas también a romanos y dadaístas, aunque no en pocos momentos refleja lo frío y humillante de aquella sociedad repudiada.

Como él, hombres de letras se pronunciaron a favor en las marchas: rumbo a campos, confiando en que serían parte de escaramuzas se impregnan de orgullo, sentimientos por su nación, ánimos exaltados a los que ninguno se opone.

Para Otto Dix, en este sentido, la guerra no era un producto de ideal, sino necesidad de lo propio, inclusive, realidad ampliada a la que tendría derecho testificar, aunque no por eso serán eventos tratables o fáciles de olvidar para toda su generación, a pesar del impulso mostrado.

Desproporcionada en todos los aspectos termina con visiones románticas y se proyecta tal cual: cruda, siniestra. Despoja el rastro humano que peleaban por resurgir, exhibiéndolos indefensos, proclives al horror y miedo.

En Dix hacen eco súplicas relatando en sus diarios la afrenta: subraya artefactos bélicos que derrumban vidas, sin permanecer indolente critica el salvajismo al punto de llamarlo “obra del Diablo”, misma visión que los franceses antes habían señalado cuando primeros ataques llegaron de Alemania.

Precisamente, en su obra el pintor se dedica a retratar la esencia de muerte en trincheras, cadáveres apilados, rostros que han perdido indicios de humanidad.

Es su labor como patriota, no deberes nacionalistas, la que permite aprovecharse del momento para ser hilo conductor de drama; incluirse en lodo y agua para delinear en hojas, carbón, grafito lo único que resta: su visión.

Las representaciones de Otto Dix salen del ámbito común gracias a que no se ocultan fáciles contrastes. Al contrario, emplea cuando es necesario cada oscuro para brotar en espacios vacuos historias duras, líneas esquematizando miradas en segundo plano e identidades sin futuro.

Pero también logra combinar esencias y colores, acuarelas en lo alto de rutas floridas, resultantes de trincheras olvidadas.

En suma, Otto Dix pudiera asumirse en la actualidad como un retratista fatal, pero ineludible.

Con él se inaugura la reflexión implícita de lo humanamente reprochable, testimonio perseguido años después cuando el Nacionalsocialismo se apoderará de Alemania.

Inmersos en la censura, apenas unos cuantos logran evadir el continente, pero no asentarán su crítica en primera instancia como Otto Dix, el vanguardista que supo hacer de la muerte un modelo perfecto.

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