Columnistas-MarcoAntonioRoviraTorres

Formalmente nuestro país se rige por un régimen democrático que se basa en elecciones libres para renovar autoridades, con división de poderes, y cuyas leyes dimanan en principio de un pacto constitucional vigente.

Pero para lo que valen las formalidades en México, resulta inadecuado partir de una apreciación así para caracterizar al régimen bajo el cual vivimos actualmente. Hacerlo sería una necedad e implicaría ignorar la realidad para favorecer una cultura de la simulación democrática, en la cual ciudadanos y gobernantes actúan cómodamente, en una especie de escenario bien montado, mientras tras bambalinas la realidad se mueve de forma muy distinta a lo que ocurre en escena.

Sería bueno que empecemos a reconocer la farsa que se ha desplegado frente a nuestros ojos, llamando a las cosas por su nombre, sin tapujos ni condescendencias.

El régimen político en el que vivimos en México no puede llamarse “democrático”. Existen numerosos ejemplos que apuntan hacia esta conclusión, mencionaré sólo algunos.

En primer lugar, no puede afirmarse que exista en nuestro país una efectiva división de poderes; como quedó demostrado a finales del año pasado, ciertos partidos tienen un gran predominio en distintos espacios de poder y son capaces de imponer su voluntad, la cual les es dictada desde sus cúpulas, como lo tienen bien claro, por ejemplo, los priistas.

Al no existir un Poder Legislativo que haga contrapeso a decisiones tan lastimosas para el país, como la Ley de Seguridad Interior recientemente aprobada en las cámaras, el Congreso se ha convertido, como en los viejos tiempos, en una caja de resonancia de la voluntad del presidente, en vez de una arena de deliberación pública donde se expresen las distintas tendencias que conforman la nación, si bien ahora el PRI no tiene una presencia hegemónica, lo que ha resuelto generando sus partidos satélites, como el Verde, o cooptando a miembros de otros partidos, como los llamados “rebeldes del PAN”.

Aunque existe una Suprema Corte que ha mostrado mayor independencia y dinamismo, lo cierto es que en general, poco podría decirse del Poder Judicial como verdaderamente autónomo en su conjunto de los otros poderes –sean estos de facto o formales−, en particular del Ejecutivo. En cuanto a los organismos “autónomos” y “ciudadanos” son casi inexistentes aquellos que realmente pueden llamarse de esta manera.

En segundo lugar, cualquier régimen que no permita el ejercicio de la libertad de expresión no debe llamarse a sí mismo democrático. Casos como el de Carmen Aristegui o Leonardo Curzio, por no hablar del tema de los asesinatos de periodistas en el país, muestran que en México la libertad de expresión no existe, o cuando existe, tiene que adecuarse a un medio donde la censura y la violencia son una amenaza constante para quien se atreve a denunciar la realidad o decir lo que piensa.

Pero es quizás en el tema de las elecciones donde más claramente puede apreciarse la farsa del sistema. El hecho de que ni siquiera se pueda asegurar que los ciudadanos elegirán libremente a sus autoridades vía el voto igualitario, constituye un claro ejemplo de que ni siquiera en ese nivel existe la democracia en su acepción más básica. Los casos recientes de elecciones en el Estado de México y Coahuila dejan claro esto.

Entonces, si el régimen no es democrático, ¿cómo podría caracterizársele? Dada la ausencia de las condiciones antes referidas, más la tendencia a la militarización del país y a un ejercicio del poder marcadamente autoritario, podría pensarse que vivimos bajo una dictadura civil, la cual no es unipersonal, sino de grupos, élites que dominan y administran el Estado en México, de la mano con otros grupos de poder, nacionales y extranjeros, dispuestas a imponer cualquier tipo de atropello a la nación, incluso con violencia de por medio, a cambio de acumular más poder y privilegios para ellos o para quienes los mandan.

Cabe recordar, por cierto, que los regímenes dictatoriales no han sido escasos en la historia de nuestro país, tal como una revisión rápida de la misma, durante los siglos XIX y XX, podría corroborar –recordemos, por ejemplo, el lema de la campaña de Francisco I. Madero en 1910 contra Porfirio Díaz, “Sufragio efectivo, no reelección”−. Existe toda una tradición autoritaria y dictatorial en la historia mexicana, misma que parece recrudecerse actualmente.

Quizás esta propuesta sea debatible, pero lo que sí parece seguro es que sería un error insistir en que México vive en un régimen democrático. Es necesaria una reflexión profunda para así advertir la verdadera naturaleza del sistema político que nos domina, si es que tenemos la esperanza de que éste se transforme algún día en un régimen verdaderamente democrático, labor que pasa por llamar a las cosas por su nombre y no contribuir a falsas imágenes que poco o nada tienen que ver con la realidad.

Las elecciones de este año constituirán una prueba fundamental que dejará más en claro muchos de estos puntos.
¿Estarán sociedad, gobierno e instituciones, dispuestos a respetar o hacer respetar la voluntad general expresada en las urnas?

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