Columnistas-MarcoAntonioRoviraTorres

¡Ya nos saquearon!,
¡México no se ha acabado!,
¡No nos volverán a saquear!
José López Portillo, 1982.

Nuestro país tiene una especie de bendición maldita que ha sido motivo de innumerables sufrimientos a lo largo de su historia.

La tragedia radica en que siendo un país con recursos diversos y aprovechables, esa riqueza no ha generalizado el bienestar entre la población; antes bien, ha sido motivo de la avaricia y el saqueo de diversos grupos que no importándoles otra cosa que las ganancias y el poder pasan por encima de la dignidad humana de personas y comunidades enteras.

Ríos de sangre y lágrimas han sido el precio a pagar por tal riqueza para muchos que, como la mayoría, no tienen otra cosa que su tierra y su trabajo. Ya sea para conseguir oro, petróleo, agua, tierras o para desarrollar la infraestructura o el turismo, se ha recurrido a la violencia de manera sistemática, por parte de quienes ostentan el poder y sus aliados, para despojar y expoliar a diversos grupos en condiciones de vulnerabilidad o subordinación.

Quizá ninguno de ellos ha padecido tanto en ese sentido como los grupos indígenas y rurales de México.

Esclavizados primero y luego sometidos a condiciones estructurales de segregación y desigualdad durante la Colonia, los pueblos originarios de México tuvieron que soportar a partir de la conquista española una condición de subalternidad que no ha logrado ser realmente combatida con cierta eficacia hasta el día de hoy; al contrario, la discriminación y la carencia de oportunidades o el reconocimiento de sus derechos fundamentales siguen siendo pendientes históricos en la agenda de la sociedad mexicana. Cabe recordar que los indígenas son, hoy por hoy, uno de los grupos más discriminados en México, según han señalado instituciones como el Conapred.

Esta situación que impera en México nos muestra ahora uno de sus rostros más desagradables al recurrir a la fuerza para continuar con el despojo en contra de los pueblos indígenas, como ocurre en la región de los Altos de Chiapas, donde miles de indígenas tzotziles están siendo desplazados por la fuerza por grupos paramilitares, como esta semana se ha comentado en diversos medios de comunicación.

El conflicto parece tener su origen en una disputa por tierras entre comunidades y amenaza con salirse de control e inclusive degenerar en un episodio como la matanza de Acteal, ante lo cual la intervención del Estado y la sociedad para salvaguardar la seguridad de estas personas se hace indispensable.

Sin importar que estos agresores estén al servicio de intereses privados, grupos del crimen organizado, intereses extranjeros, del propio Estado mexicano o una mezcla de todos ellos, lo cierto es que lo que buscan es apropiarse una riqueza que pertenece a los pueblos a través de la forma más arcaica y salvaje que existe para conseguir tal fin: la violencia y el terror.

Lo que sucede en Chiapas es una tragedia humanitaria que resulta bochornosa para un país que entre sus prioridades debería tener a sus pueblos indígenas. No se trata de ver en el indígena a una eterna víctima desvalida, pero tampoco se pueden negar sus condiciones de vulnerabilidad reales ante las cuales el Estado está obligado a responder con celeridad cuando sea necesario, para salvaguardar los derechos básicos de estos grupos ante aquellos que buscan aprovecharse de su fuerza y arrebatarles lo que por derecho y legitimidad es suyo.

Para colmo de males, lo que sucede en el sureste del país es una historia que, de diversas formas, se repite una y otra vez a lo largo y ancho de nuestra geografía, muchas veces en contubernio con autoridades de distintos niveles.

Pero no sólo se despoja a los pueblos de sus tierras, México es el país donde el despojo nunca termina; despojo contra el ciudadano común día a día a manos de la delincuencia y las autoridades; despojo de la sociedad civil y los recursos públicos por parte de una clase política rapaz; despojo de los intereses nacionales y regionales a manos de los grandes intereses extranjeros; despojo del sector público para favorecer al privado…y así ha sido, más o menos, desde hace 500 años. Pareciera que nuestra historia, vista de esta manera, está construida sobre una montaña de vejaciones y lamentos.

Nosotros no hemos sido las únicas víctimas en esta tragedia. Ante la cada vez mayor escases de recursos naturales, debido a la súper explotación de estos, sumada a los daños generados por el cambio climático, el capitalismo ha entrado en una fase salvaje de explotación de la riqueza que se basa en la lógica de hacer crecer al infinito la producción en un mundo donde los recursos no son infinitos.

No todos han sufrido las consecuencias de esta realidad con la misma intensidad ni de igual manera a lo largo de la historia, pero podemos asegurar que en lo que respecta a enormes regiones del globo como África, Latinoamérica –cuánta razón tenía Galeano al hablar de Las venas abiertas de América Latina− y buena parte de Asia, estos efectos se han dejado palpar con mayor acritud que en otras partes del mundo, como Europa occidental. Hay toda una historia de colonialismo e imperialismo llena de abusos y excesos detrás de este asunto, mismos que se han cometido con el consentimiento y la colusión de élites locales en cada país.

Por motivos históricos, morales, humanitarios y de Estado de Derecho, entre otros, lo que sucede en los Altos de Chiapas y demás lugares de nuestro país, en particular contra los grupos indígenas, resulta inadmisible y nos golpea en la cara como un duro mensaje que nos debe obligar a cambiar nuestro pensamiento para generar acciones contundentes que prevengan o erradiquen ese tipo de situaciones.

El “desarrollo”, “progreso” o la simple ambición de riqueza no pueden ni deben jamás justificarse ni hacerse sobre la base del despojo y la humillación; no asumir esta idea lanzaría a la humanidad hacia una barbarie que debería existir ya, únicamente, en nuestros vergonzosos libros de Historia.

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