Adiós a los chanclazos, manotazos, coscorrones, cucharazos, encadenamientos, abandono y todo tipo de correctivos -algunos no tan inocentes- a los que recurren madres y padres de familia para poner orden y meter en cintura a niños, niñas y adolescentes. Parecería que merced a la firma de la Alianza por una Niñez sin Violencia, terminarían también, los tiempos añejos en los que muchas maestras y maestros recurrían a los castigos corporales para disciplinar al alumnado -con la venia y recomendación de los tutores-, incluidos jalones de patillas; pellizquitos de monjita; dulcitos (golpes con las reglas en las palmas de las manos); reglazos en las pantorrillas; lanzamiento de gises y borradores en contra de los y las menores distraídos “para recuperar su atención”; mantener a los y las latosas paradas con los brazos en cruz por varias horas, bajo los inclementes rayos del sol (hasta que los mentores castigadores se condolían de su víctima) u castigarlos, obligándoles a dar n cantidad de vueltas a las canchas y entre otras muchas linduras que permanecen en la memoria de quienes pasaron por las aulas dictatoriales. Se pondría fin al acoso y la violencia escolar (bullying) físico y cibernético al que recurren niños, niñas y adolescentes, haciéndose los chistositos y se acabarían amenazas como “de a la salida nos vemos, me la vas a pagar” o apodos -como ciego, lentudo, flaco, gordo-, por padecer algún defecto físico.

Empero, Renato Sales, comisionado de Seguridad Pública, señalaría que el 30 por ciento de los “ingresos hospitalarios por lesiones”, corresponden a menores cuyas edades oscilarían entre los 0 y los 17 años, cuestión que indiciaría –de acuerdo a la fuente- lesiones provocadas por la violencia ejercida en contra de niños, niñas y adolescentes. En tanto, Osorio Chong, responsable de la seguridad interna del país, reconocería que 6 de cada 10 “menores de 14 años, han recibido castigo psicológico o físico en su casa”. Que el 80 por ciento del maltrato infantil se acredita a padres o madres de familia en tanto que “4 de 10 delitos sexuales son cometidos en personas menores de 18 años” y que 1 de cada 5 embarazos, ocurren en menores de 18 años, acotando que “la mayoría, si no es que todos los embarazos en niñas de 10 a 15 años, son seguramente resultado de violencia, son resultado de maltrato, son resultado del abuso. Por eso habremos de erradicarlo en nuestro país”.

Los datos sobre violencia infantil ejercida en contra de los y las menores que presentaran los involucrados en materia de seguridad, justificarían la convocatoria a la adopción del programa “Alianza por una Niñez sin violencia”, con la intención institucional de visibilizar y sensibilizar, pero sobre todo lograr que la sociedad y los gobiernos locales tomen “conciencia sobre el impacto que tiene la violencia en la vida de las niñas, niños y adolecentes” y en consecuencia asuman acciones y estrategias pertinentes a sus ámbitos de acción y trabajo. Derivado de la firma de acuerdos internaciones, entre los que se encuentran, el de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 de Naciones Unidas y la Alianza Global para poner fin a la Violencia contra Niñas, Niños y Adolescentes, la secretaría encargada del gobierno interior, buscaría la homologación de las leyes en la materia y denegar los matrimonios de los y las menores de 15 años, la prohibición entre las que se encontraría expresa, en leyes y códigos, del ejercicio de la violencia como “método disciplinario” y la inclusión, en la legislación federal y local,s de incisos en los que se prohíba el castigo corporal en las casa y en las escuelas.

Sin embargo y aún cuando se tratara de un valiente consuelo, la violencia que sufren niñas, niños y adolescentes a manos de sus compañeros y compañeras, padres, madres de familia y personal docente, no es privativa de los actores mencionados y los y las menores, las únicas victimas. La violencia la sufren por igual los progenitores de los y las infantes y los adolescentes; la padecen los mentores señalados por abusar de los correctivos, varios de ellos exhibidos en redes sociales; en otras palabras la conlleva cualquier hijo de vecino. Datos tomados de analistas en seguridad pública, señalan que en el país se cometen casi 90 homicidios dolosos por día, cifra que implicaría, al finalizar el presente año, 30 mil asesinatos aproximadamente. Homicidios que corren a manos del crimen organizado o de delincuentes del fuero común. Los secuestros mantienen su ritmo de crecimiento histórico, los asaltos -con o sin violencia-, se dan en los domicilios, en la calle y en el transporte público; se multiplican al grado de afectar a 2 de cada 3 de quienes te rodean y para verificarlo, basta con preguntarles.

Empero, la violencia no sólo tiene el rostro que la delincuencia le quiera dar. Existe otra, más sofisticada, que corre a cargo de las autoridades, que es institucional y que no se refiere al del uso legítimo de la fuerza, uso que en teoría sería patrimonio del Estado. La violencia institucionalizada se usa para imponer “decisiones de política pública”, legalizada –que no legítimas- por la vía legislativa, con la complicidad de diputados y senadores, al amparo de pactos entre gobierno y partidos políticos. La sufren los pueblos y las comunidades originarias cuando sus tierras se dan en concesión a compañías mineras extranjeras o cuando se les priva de las tierras ejidales y/o comunales para destinarlas a multinacionales interesadas en proyectos que generen “energía alternativa”. La padecen las maestras y maestros, cuando en virtud de reformas constitucionales y nuevos ordenamientos, son sujetos a leyes de laborales de excepción y despojados de derechos laborales adquiridos. Reprimidas, organizaciones magisteriales como la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, tienen bajas mortales (caso Nochixtlán y caso Acapulco por citar sólo algunos), son encarcelados y en el menor de los casos, sujetos a cambio de adscripción si rehúyen las evaluaciones (punitivas) de permanencia en el servicio profesional docente. La violencia institucional en el sector educativo corre a cargo de las autoridades educativas.

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