Cesar perez gonzalez

De rasgos finos, su mirada supo tornarse profunda; ecuánime en gestos y expresivo hasta la seriedad, Agustín Lazo revelaba menos de lo que el semblante invocaba. Delgado a niveles crónicos hizo de la elegancia su porte; matices, inteligencia y memoria fueron características personales que trasladó al lienzo sin reservarse líneas, claroscuros.

Hombre culto –resquicio aristócrata porfirista-, Agustín Lazo adoptó a la pintura como su compromiso aún joven, siendo alumno de Alfredo Ramos para iniciarse años más tarde en el formalismo instaurado en la Academia de Bellas Artes, donde compartió aulas con Julio Castellanos, Rufino Tamayo y Francisco Díaz de León.

Precisamente, envuelto en la vorágine escolástica tomó cátedra con Saturnino Herrán, genio plástico que dedicó su obra a exaltar el llamado “indigenismo mexicano”, mucho antes del fin social de los muralistas.

Lazo pertenece a pintores que cansados del régimen academicista optaron por separarse de las enseñanzas, buscando así un estilo propio que los definieran lejos de aulas y sin entregar cuentas, más que el fruto práctico, meta generacional.

Se dedica a ensayar trazos puros que llegarán a ser formas deshumanizadas. No obstante en sus pinturas los rostros son latentes, las miradas apuntan al vacío, fuera de un primer plano que todo examina: siluetas dirigidas al piso, paredes, horizontes, calles empedradas hartas de sombras.

En otros casos prefiere dotarlos de emociones certeras, indicando temor, enfado, alegrías sin virtudes, muestra de la no-esperanza citadina; pero también se atreve a romper esquemas morales retratando desnudos joviales con figuras perfectas que refutan pudores dominantes.

Influenciado por arte europeo, especialmente francés, italiano y alemán, sus líneas quedaron definidas por la crítica como dotados de sensibilidad e inteligencia, logrando en el primer caso estadio poético entre composición y limpieza sin llegar al tedio romántico. Por lo que toca a la razón, ésta se demuestra en su gusto hacia formas mestizas, no como elementos nacionales, sino rasgos intrínsecos de herencia universal.

Dueño de modo sui generis laboral, Agustín Lazo evitaba caer en copias inútiles, incluso, igual fórmula repetía cuando se trataba de modelos. Prefería pintar sin ellos pues entendió que al trazar “de memoria” omitía detalles innecesarios, resultando en ideas saturadas.

Esto originó, sin embargo, acusaciones de “teorizante” por la academia que veía en él “un constructor de fisonomías”, aunque logró superarse como pintor de recuerdos y olvidos, ampliamente descrito por Xavier Villaurrutia quien prologó dos exposiciones capitalinas mucho antes de 1930, cuando el reconocimiento cultural lo alcanzó.

Sus pinceles lo reflejaron, como espíritu ordenado y armónico, cuyo interés era el arte en sí. Agustín Lazo transgredió pudores locales sin que esto diera pauta a polémicas, más bien, si de ambiciones se trataba su principio y fin quedó establecido en crear formas, colores unidos en el mínimo de factores resaltando un significado amplio, total.

Inmerso en angustias y depresión por la muerte de Xavier Villaurrutia en 1950, decidió no volver a pintar. Fue tal el pesimismo que por largos momentos se encerraba en su estudio, sin frecuentar amistades, en soledad absoluta. No fue hasta iniciar 1980 cuando fue exhibido póstumamente en el Museo Nacional de Arte, incluido en selecto grupo de artistas renovadores, al grado que no pocos estudiosos lo contemplan precursor del surrealismo mexicano sobre otros quienes eligieron la pluma y la pala.

En definitiva, su obra debe ser traída al nuevo siglo con ojos críticos, aceptando que no dejó escuela ni continuadores de estilo, tal vez por eso los cuadros se cotizan en altos precios entre coleccionistas. Único en formas, vale la pena sacarlo del polvo mortuorio para dar luz a quien reunió entre líneas sensibilidad e inteligencia.

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