Columnistas-MarcoAntonioRoviraTorres

Recientemente el senador, exgobernador y también exsecretario de gobernación, Manuel Bartlett, declaró públicamente que en las cruciales elecciones presidenciales de 1988, que dieron el triunfo a Carlos Salinas, éste no ganó.

No deja de tener un toque de cinismo el que el ahora senador de izquierda y rostro de lo que eufemísticamente se llamó “la caída del sistema”, venga a estas alturas a reconocer un hecho de tal gravedad.

Dejando eso de lado, me parece que Bartlett hace también un aporte al traer a la discusión pública un tema que es fundamental para la democracia, tanto para su historia como para su futuro.

Por un lado, revive un asunto que para muchos ya es pasado muerto, pero que en realidad sigue vigente y merece ser discutido a profundidad por la opinión pública y la clase política. El fraude de 1988 dio paso a un régimen autoritario que se encargó de profundizar de forma contundente las reformas sociales y económicas neoliberales, privatizando una enorme cantidad de empresas nacionales –que no era otra cosa que riqueza pública−, muchas de las cuales fueron a parar a manos de amigos y conocidos del presidente Salinas, y cuyas condiciones de venta fueron en ciertos casos tan favorables a sus nuevos dueños, que les entregaron en bandeja de plata la posibilidad de hacerse demencialmente ricos. El caso paradigmático de este tráfico de influencias es, por supuesto, el de Carlos Slim.

Además de adelgazar al Estado también se buscó abrir la economía al juego del libre mercado, especialmente con los Estados Unidos vía el mentado TLCAN, que hoy tantos dolores de cabeza provoca al gobierno de Peña y que tanto rédito político le da al de Trump. La entrada en vigor del tratado en 1994 generó una insurrección indígena en la zona de Chiapas, máxima muestra de la impopularidad y el descontento generados por el sistema político, pero más precisamente por el gobierno de Salinas de Gortari.

A la luz de las muchas evidencias que apuntan hacia el fraude electoral, conviene preguntarse ¿qué tan legítimo puede ser un gobierno y sus políticas cuando éste carece de lo más fundamental, que es el apoyo popular a través de las urnas? Esta no es una mera pregunta retórica; por el contrario, es de sumo interés planteársela en serio, porque una democracia sin memoria corre el riesgo de dejar pasar una y otra vez sucesos como este, que nos lleven a gobiernos ineptos, corruptos y de políticas desastrosas, tal como ocurrió con el fraude de 2006.

Es un error pensar que el tiempo hace que estos delitos caduquen. Semejante postura da pie a la impunidad y cierra la posibilidad de ejercer justicia contra quienes infringiendo la ley, se han hecho del poder y siguen gozando hoy privilegios como pensiones o seguridad por parte del Estado, especialmente cuando los responsables siguen vivos y aún pueden ser imputados. Lo ideal sería que estos casos se reabran cuando resulte necesario, como ahora con las recientes declaraciones de Bartlett.

Claro que esto supone enfrentarse a un mar de intereses de todo tipo, pero ese argumento no debe ser excusa para la inacción, misma que, insisto, fomenta que este tipo de traiciones a la voluntad popular se puedan seguir dando con impunidad.

De ahí que no sólo importe hacer esto por la justicia histórica, sino también por el futuro democrático del país.

El próximo año tendremos elecciones presidenciales y todo indica que, de ser necesario, se recurrirá a una elección de Estado y a un fraude abierto con tal de imponer al candidatx que mejor se acomode a los intereses de los grupos de poder.

Se abre así la puerta para un nuevo fraude que, junto con los anteriores, se encargue de golpear más la credibilidad de la maltrecha “democracia” mexicana, además de coadyuvar a la pérdida de fe en la misma por parte de la ciudadanía, lo que eventualmente puede ser caldo de cultivo para legitimar otras formas de gobierno, como las dictaduras.

Es por esto que se hace urgente abrir el debate sobre la historia reciente de fraudes en México, como una manera de generar memoria y consciencia sobre el asunto, para así tratar de refrenar las ambiciones de quienes buscan violar los principios democráticos e imponernos, nuevamente, algún gobierno nefasto que tengamos que padecer, aunque ni siquiera haya sido elegido por la mayoría.

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